Cuando miro atrás e intento reconstruir la historia conjunta que viví con el que a día de hoy sigo considerando mi mejor amigo de la infancia, no puedo evitar caer en la acumulación (más o menos ordenada) de momentos. Tengo claro el primero, no tanto el último… y recuerdo aún mejor aquellos que de poco serviría reproducir aquí, pues solo tienen importancia para él y para mí. El trabajo memorístico se complica sobremanera cuando intento juntar los puntos, es decir, cuando quiero reconstruir todo el edificio. Son los caprichos de la memoria… y la confirmación de una teoría del caos. A la postre, perdí el contacto con aquel amigo porque la vida nos dirigió por caminos distintos.
Desconozco si el crítico y cineasta neoyorquino Dan Sallitt se ha enfrentado alguna vez a estas inquietudes, aunque después de haber visto su última película, juraría que sí. Catorce pivota principalmente entre dos personajes, y a medida que la historia avanza, va cargando más y más peso sobre solo uno de ellos.
Mara y Jo (encarnadas por Tallie Medel y Norma Kuhling, ambas igualmente tocadas por la varita de la naturalidad más encantadora) son las dos patas con las que avanza un film con la mirada puesta irónicamente en el pasado. La elección del propio título nos remite a una edad (aquella en la que se conocieron las protagonistas) superada, literalmente, desde los títulos de crédito iniciales. Cuando empieza la acción, Jo y Mara han quemado ya la etapa universitaria, y pelean en unas trincheras de la cotidianidad dominadas por la precariedad laboral y la inestabilidad romántica. Algunos han estado ahí; otros, ahí seguimos. Por su parte, Sallitt invoca con sabiduría la identificación del espectador. Convoca una suerte de memoria universal a través de la escritura, aunque también mediante una puesta en escena busca desentrañar muy sutilmente los mecanismos de la memoria. Tanto en los interiores como en los exteriores, Catorce se articula a través del gesto esencial de “llenar el encuadre vacío”. Una escaleras, una terraza, una sala de estar, una estación de tren… Todos estos espacios son ocupados, de repente, por personas. Manda la lógica de la memoria, siempre más considerada con lugares, antes que con las caras.
Manda también aquella imposibilidad para juntar los puntos. Así, la narración elíptica deviene el principal rasgo distintivo de Catorce. Jo llama a Mara porque está deprimida, y a la siguiente escena, parece que se hayan invertido los estados emocionales. En la siguiente, Mara ha encontrado a otro amor definitivo, y Jo ha cambiado de trabajo. Y así, hasta alcanzar peligrosamente la tentación conclusiva de la catarsis, aunque Sallitt sabe dejar la puerta abierta a una vida que fluye, y que en este caso se define a partir de los compañeros de viaje. Sabiendo de la imposibilidad de ciertas respuestas, el cineasta no se entromete, se limita a observar y tomar buena nota de lo que ve y oye. He aquí un cine alegremente dialogado que celebra la amistad como fuerza sanadora pero al mismo tiempo vampirizante. Viga maestra en la construcción de cada persona: pilar definitorio pero nada estático. Nada permanece, pero todo cala.