La película arranca con un prólogo que combina imágenes de archivo (y otras ficcionalizadas para la ocasión como si fueran de la época) sobre el accionar de Weather Underground, una organización de extrema izquierda que entre 1969 y mediados de los años 70 apeló a la violencia armada para luchar contra el gobierno estadounidense, apoyar los movimientos por los derechos civiles y protestar contra la guerra de Vietnam.
Ya en la actualidad, Sharon Solarz (Susan Sarandon), un ama de casa neoyorquina que casi cuatro décadas atrás integró aquel movimiento radical, se entrega al FBI y confiesa haber participado en el robo de un banco en Michigan que terminó con la muerte de un guardia de seguridad.
El hecho llama la atención de Ben Shepard (Shia LaBeouf), joven y ambicioso periodista de un decadente diario de Albany, que empieza a indagar en el pasado y el presente de los otros militantes de aquel grupo terrorista. Así, descubre que Jim Grant (Robert Redford), un abogado viudo y padre de una niña de 11 años, ha vivido con una identidad falsa. Cuando la noticia se publica, decide escapar y comienza así una típica historia de gato y ratón con toda la fuerza del FBI tratando de darle caza, mientras el veterano protagonista recibe la ayuda de viejos compañeros de armas (entre ellos, Nick Nolte), de su hermano (Chris Cooper) y hasta de una ex amante en aquellos tiempos revolucionarios (la extraordinaria Julie Christie), que podría salvar su reputación.
Si la película resulta bastante convencional cuando apela a los esquemas más básicos del thriller de fuga o cuando cede a la tentación de sumergirse en los lugares comunes del sentimentalismo hollywoodense, a la hora de retratar la relación padre-hija compensa con creces al abordar cuestiones que el cine norteamericano parecía haber abandonado casi por completo como las heridas (los fantasmas) del pasado y cómo lidiar con la memoria y los actos de aquellos jóvenes muchas veces impulsados por las utopías, las buenas intenciones, la ingenuidad o el idealismo que apelaron a la violencia y llegaron a cometer crímenes con víctimas inocentes.
Redford dirigió a un verdadero seleccionado actoral (además de los ya mencionados desfilan desde Richard Jenkins hasta Terrence Howard, pasando por Anna Kendrick, Stanley Tucci y Brendan Gleeson) para exponer los muy diversos puntos de vista sobre el tema: los que prefirieron olvidar y sepultar aquel período, y aquellos otros que con autocrítica o no siguen reivindicando esas luchas.
Esta película old-fashioned y competente -que remite al cine setentista de Sidney Lumet o Alan J. Pakula (tiene algo de Todos los hombres del presidente )- permite unas cuantas analogías y paralelismos con la historia argentina de esa misma época. Sin ser un gran film, resulta una verdadera rareza dentro de un cine norteamericano que ha olvidado hace bastante tiempo el ejercicio de indagar, cuestionar y reflexionar sobre las miserias y contradicciones de su propio entramado social.