Las últimas tres películas Robert Redford no sólo marcan una línea en cuanto a los temas sino también en cuanto a las fórmulas que el director ha encontrado para fortalecer su mirada. Tanto Leones por corderos como la casi inadvertida El conspirador y Causas y consecuencias están atravesadas por el dilema moral, la necesidad de transmitir valores y la seducción, y todas aúnan esos temas en el marco de las conversaciones. Como en ningún otro aspecto en sus películas, Redford confía en la vitalidad construida en el debate y la discusión, de manera que allí es donde se tersan los lugares del héroe y el antagonista y se instalan entre ellos tensiones sexuales. Así, accionar es persuadir y persuadir es encantar: eso hacía Tom Cruise con Meryl Streep y Redford con su alumno en Leones por corderos; lo mismo que James McAvoy ponía a funcionar cada vez que trataba de convencer a toda una corte de abogados en El conspirador. Causas y consecuencias, por su lado, lo hace principalmente a través de Ben (Shia LaBeouf), un periodista que descubre la verdadera identidad de un ex activista acusado de asesinato llamado Jim Grant. A su vez, Grant —el otro seductor interpretado por el propio Redford— debe buscar la forma de huir de la policía y encontrar a Mimi Lurie (Julie Christie), la única persona capaz de limpiar su nombre y evitar que lo encarcelen.
Lo que está en la base de la tensión con la que se logra la fuerza de los diálogos es, en realidad, la decisión de construir un mundo parido por los mismos ideales. Y allí radica también, si se quiere, el norteamericanismo propio de las películas de Redford: todos los personajes buscan algún tipo de justicia y, por lo tanto y en algún punto, todos tienen razón. La integridad como la discusión, entonces, está asegurada al punto de que ni siquiera un extra corre peligro de quedar sin el plano que lo redima de una posible traición. Por eso es que hasta esa mujer de pies veloces y corazón helado que es Mimi Lurie puede salir del antagonismo, ganar su humanidad y salvar a todos en apenas un plano cerca del final. La relevancia de ese instante musicalizado en el que Mimi hace virar el velero en el que escapaba comprueba que, en un mundo como el de Redford, cambiar de opinión y hacer el bien es tan fácil como heroico.
Justamente, gran parte de lo que no funciona en Causas y consecuencias tiene que ver con la flexibilidad con la que caracteriza a sus personajes secundarios. Así es que, en tanto criaturas nómades y con menos discusiones que trayectos por recorrer, sus protagonistas principales llevan a cabo una especie de seducción impune. Entonces, Redford quiere convencernos de que huye de cualquier situación apenas con una gorra y un pequeño trote —incluso aunque tenga que pasar delante de los ojos de policías que no buscan a nadie más que a él—, o de que Ben consiga que su chica le revele sin querer datos fundamentales para el resolver el caso. Pero lo importante no es tanto la inverosimilitud como la evidencia de una direccionalidad ciega hacia el final: con la mirada en un horizonte libre de culpas y no falto de suerte, la película se vuelve cómoda y, paradójicamente, el nomadismo de sus personajes la vuelve sedentaria en cuanto a las posibilidades del cine. Si el final esperanzador y políticamente correcto de Redford cobra esta vez menos fuerza no es por un exceso de ingenuidad, sino por una falta de resistencia: de sus personajes, sí, pero también de esa parte de su mundo que es amiga de las tensiones, la ambigüedad y la seducción mutua.