En un hospital de pasillos interminables y habitaciones desiertas, los personajes de Pedro Costa se cruzan, se encuentran y susurran. Hablan de la muerte y del olvido a través de los innumerables corredores que parecen condenarlos a deambular entre los fantasmas de la revolución de los claveles y los de la desindustrialización. Ocho años después de Juventud en marcha nos reencontramos con Ventura y con el placer de comprobar que el extraordinario dominio formal del cineasta permanece intacto. Cavalo Dinheiro se impone como una de las obras más audaces y comprometidas de nuestro tiempo. Una película que se resiste a cualquier estructura narrativa tradicional, creando imágenes a la altura de sus personajes: singulares y sensibles.
Ventura merodea en el limbo de un hospital filmado como una especie de espacio gótico cuadriculado por las tinieblas. La película está marcada por el ritmo del temblor de su mano derecha, efecto secundario de los medicamentos y testimonio de su condición de inmigrante y obrero, de individuo herido y humillado, pero también invisible. El cineasta filma la existencia de un sufrimiento que nadie parece ver. Un gran vacío, un verdadero agujero negro dejado en primer lugar por el desparecido barrio de Fontainhas, donde vivía el protagonista. Una ausencia que se hace eco de la voz desgarradora de Ventura junto a un tejido de imágenes lúgubres y sublimes que culminan con la memorable escena del ascensor en la que un soldado enfrenta al protagonista con cuarenta años de historia que su memoria anárquica dejó en un laberinto temporal. Costa se adentra en un hieratismo espectral cuya potencia poética se abre a nuevos horizontes, sus imágenes reflejan la condición obrera a partir de una noción moral y retratan una forma de vida que tiende a desaparecer entre las sombras.