Para la cinefilia mundial fue un acontecimiento. En 2006, en la única función de la competencia oficial, se estrenaba en el festival de Cannes una de las grandes películas de la historia del cine: Juventud en marcha, del portugués Pedro Costa. Por primera vez se veía a un personaje que desde entonces se transformó casi en una leyenda del cine (de Costa): Ventura. Este hombre alto y calvo, quien vivió por décadas en Fontainhas, barrio de inmigrantes de las afueras de Lisboa, alguna vez obrero de la construcción y sobreviviente de lo que fue la Revolución de los Claveles, vuelve a protagonizar un largometraje de Costa. Su título es Cavalo Dinheiro (que remite al nombre del caballo de Ventura) y es la película del año, no solamente del festival.
Tras doce planos fijos de varias fotografías del danés Jacob Riis, retratos de la experiencia migratoria en el inicio del siglo XX en Estados Unidos, el plano número doce de Cavalo Dinheiro sustituye la fotografía por una pintura. Aquí también se trata de un retrato, pero el retratado es con seguridad un caboverdiano, uno de los tantos hombres y mujeres que dejaron la isla, alguna vez colonia portuguesa, para probar suerte en la tierra de los colonizadores (si las cartas y los documentos tienen una peculiar visibilidad en el film, se debe a que la posesión de permisos legales que puedan constatarse ha sido siempre para los inmigrantes algo más que una formalidad burocrática). El plano fijo sobre el cuadro será discretamente abandonado por un movimiento de cámara para seguir el paso lento de un hombre desde atrás. Quienes lo conocen ya sabrán que se trata de Ventura, ¿pero en dónde está? Los cuadros suelen exhibirse en museos o funcionar como adornos en espacios públicos y en la decoración de interiores de los hogares. Pero Ventura parece estar paseando en unas catacumbas, aunque rápidamente se revelará que está en alguna institución en la que existen guardias y rejas. ¿Es una cárcel, un hospital, un limbo constituido por múltiples pasillos kafkianos?
Esta ostensible dislocación espacial será acompañada por una misteriosa discontinuidad temporal. En ciertos momentos, Ventura cree estar en 1975; en otras escenas, reconoce vivir en nuestro tiempo. Lo que está claro es que la Revolución y la Historia acontecidas, más allá del tiempo transcurrido, ejercen todavía un efecto sobre el cuerpo de los sujetos. Las manos de Ventura tiemblan y las cicatrices de viejas luchas persisten frente al envejecimiento.
Cavalo Dinheiro, Pedro Costa, Portugal, 2014
Estas coordenadas espacio-temporales delimitan la forma del relato. Distintos personajes, tal vez fantasmas o entidades imaginarias, van poblando la “cotidianidad” de Ventura. Uno de ellos es Vitalina Varela, una mujer hermosa que llega tarde al funeral de su esposo. El intercambio entre Ventura y Vitalina está teñido por una dulzura seca y poética, y culmina con una carta de Ventura cuya lectura quedará en fuera de campo. Al recibir la misiva, en el rostro de esa mujer se esbozará una sonrisa. Pocas veces cobrará tanto sentido una acción propia de la expresión humana, cuya estricta codificación en el cine la ha convertido en la mueca de un sentimentalismo banal. Lo mismo sucederá con una lágrima.
Costa, un hechicero sin igual del cine digital, es probablemente el único director capaz de reanimar el pretérito poder de la fotogenia. En uno de los planos más hermosos del film, Ventura y Vitalina permanecen al frente del plano mientras sostienen una conversación, apenas iluminados por el reflejo de las luces prendidas de unos edificios. El oscurecimiento general del plano trastoca la forma óptica habitual de enfrentarse a la figura humana, secuencia en la que despunta, además, la dignidad de los personajes. Hay que saber filmar el rostro de los hombres, pues la práctica frenética de sacar instantáneas frenéticamente le ha robado su misterio.
La espectralidad material de Cavalo Dinheiro se desprende de una concepción espacial de la puesta en escena. Es cierto que Costa alcanza verdaderos momentos expresionistas, en los que sus imágenes llevan a recordar a figuras fantasmales del cine clásico; pero además Costa alcanza aquí la perfección en su constante búsqueda de disociar el horizonte de lo vertical. En este film, el cielo es prácticamente un fuera de campo, y los interiores carecen siempre de un exterior que los refiera y contraste. Esta forma de encapsular lo real se sintetiza con todo su poder en el epílogo, momento en el que Ventura mantendrá un diálogo de más de veinte minutos con un soldado de la Revolución en un ascensor que no va a ninguna parte.
Y habrá mucho más, porque este film no solamente es inagotable, sino que es uno de los pocos que establece un lazo poderoso (y cinéfilo) entre el cine analógico del siglo XX y el cine digital del siglo XXI.