Diablo y castigo
Los diablos vienen marchando, o algo así, debiera ser el lema desde el que se rotula tanto cine actual, decadente. Habrá que excluir de esta situación, y desde el contraste, a obras maestras que lejos de asumir un discurso maniqueo, lo supieron utilizar para ahondar en otras cuestiones: metafísicas, morales, sociales; tal el caso de films como El exorcista (1973, William Friedkin), Noche de brujas (1978, John Carpenter) o El bebé de Rosemary (1968, Roman Polanski).
Quizá no sea algo que llame la atención, dado el acostumbramiento dogmático al que somete tanto cine -y tanta más televisión , pero que dos de los sólo tres estrenos de carácter comercial del jueves pasado tengan una coincidencia, más que temática, sobre todo ideológica, no deja de ser elemento que sobresalga.
Cazador de demonios actualiza para la pantalla grande a uno de los varios personajes del escritor pulp Robert Howard (Conan, Cormac). La realización del film está bien, porque es acorde al escenario y verosímil desde el que transcurren las historias de Howard: moralismo, diablos y monstruos malísimos, paganismo y cristianismo. Solomon Kane es el héroe vengador, la espada celestial del siglo XVII. Lo que fuera alegoría del macarthysmo, en plena década de los '50 de la mano del gran Arthur Miller, en Solomon Kane la caza de brujas es ratificación de miedos religiosos que legitiman una misma y reaccionaria concepción de mundo. Kane se encuentra en la línea de Van Helsing, némesis de Drácula, perseguido por el diablo pero con una espada capaz de otorgar muerte divina. A la manera de un Cristo -que atraviesa todas y cada una de las tentaciones y estaciones de la Pasión bíblica , el personaje de Howard encarna la cruzada de Dios, la mano dura del Hacedor Supremo.
Por otra parte, La reunión del diablo aborda la metáfora tonta -banal, tendenciosa de un ascensor como símil de mini infierno. Los pecados han conducido a quienes allí deben sobrellevar durante la insoportable hora y media del film los avatares de un demonio que, antes que divertirse con ellos, da cuenta del orden moral que debe regir al mundo. El diablo como castigo, como consecuencia del pecar. Arrepentimiento y Juicio Final. Eso, más un guión alicaído que pierde sustancia, atravesado por miradas de estupor de los propios intérpretes, quienes tampoco creen demasiado lo que les pasa.
El guión de La reunión del diablo cuenta con la firma de M. Night Shyamalan, quien en otros films (Sexto sentido, El protegido) supo dar cuenta de cierta mirada de interés sobre la idea del destino, aquí reducida a "lo que te va a pasar por lo que hiciste", mientras el latino de turno se santigua y mira con cara de bobo asustado.
Si a ambos films sumamos una de las series cinematográficas de éxito presente, como Crepúsculo, con vampiros redimidos y abstemios de dentellar la sangre de toda virgen, no resta mucho por decir para hacer aún más clara la dirección ideológica marchita -pero siempre latente que sigue detentando el cine más visto como también impuesto.