Comedia que patina con los ectoplasmas.
Acosado por la mirada de los fanáticos, el film consigue un buen primer pasaje; las cosas se complican cuando todo deriva al heroísmo.
Al final, tanto escándalo para casi nada. Repudiado por fans tan acérrimos como misóginos, a quienes la sola idea de revivir a los cuatro cazadores de seres sobrenaturales en clave femenina viene generándoles arcadas desde el mismísimo anuncio de su realización, y dueño de uno de los trailers más criticados de los últimos años, el reinicio de Los Cazafantasmas no es el desastre que los agoreros se empecinaban en pronosticar. Tampoco una genialidad, claro. Es, en todo caso, una de esas películas prolijísimas en la que todo parece estar regulado y cuyos potenciales espacios de libertad e incorrección son apaciguados por la pulcritud con la que Hollywood baña casi todas las superproducciones salidas de su línea de montaje. La particularidad del film de Paul Feig –uno de los estandartes de la Nueva Comedia Americana, guionista de Freaks and Geeks y director de Damas en guerra– es la frontalidad a la hora de evidenciar esos mecanismos de control.
No hay ni habrá dato ni confirmación oficial, pero da la sensación que la película que Feig quiso hacer dura hasta el minuto cuarenta o cincuenta. Habituado a inmiscuirse en dinámicas grupales femeninas (la mencionada Damas en guerra, Armadas y peligrosas, Spy: una espía despistada), el también coguionista arranca como para despacharse con una comedia sobre cuatro mujeres bien disímiles pero que, como es habitual en los personajes de gran parte de la Nueva Comedia Americana, están hermanadas por el desajuste y el descaste. Desajustada y descastada está una científica, la misma que años ha supo escribir un libro sobre espíritus que refutaría los pilares teóricos de su inminente cátedra facultativa propia (Kristen Wiig). También su compañera de páginas y ex amiga (Melissa McCarthy), la asistente de esta última (Kate McKinnon), la boletera de subte buena onda y supinamente ignorada por todos los pasajeros (Leslie Jones), y sobre todo Kevin (Chris Hemsworth), un metro noventa de pura facha pero con un grado de idiotez tan grande que toma café una y otra vez para escupirlo y recordar que no le gusta.
La presentación de todos ellos, sus situaciones personales y la construcción de una retorcida dinámica interna en paralelo al desarrollo del emprendimiento espiritista conforman una invitación al humor de situación, ese que se resuelve en el marco de una secuencia. Invitación que Cazafantasmas (así, sin el “Los” de las originales) acepta y ejercita con destreza, bien en línea con cuatro protagonistas y un director formados en la escuela de Saturday Night Live (el diálogo con el decano y la entrevista “laboral” a Kevin, por citar dos de los momentos más cómicamente logrados, podrían ser sketch de ese programa). Hasta aquí, entonces, todo más que bien. El problema es que los mecanismos de película empiezan a tironearse entre esa apuesta humorística y el desarrollo de un relato más clásico y convencional, como si llegando a la mitad del metraje recordara que una buena porción de su potencial público será aquel que recuerde con cariño el díptico a cargo de Ivan Reitman. Así, a la andanada de cameos y guiños se le sumará el creciente protagonismo de una historia centrada en el despertar simultáneo de todos los fantasmas de Nueva York. El consecuente caos implica el enésimo cataclismo urbano en la última década, con esos planos aéreos tan espectaculares como digitales y la caída de cuanto rascacielos exista, obligando a las chicas a correrse de la hoja de ruta cómica para volverse las salvadoras del mundo. Igual que Los Vengadores, pero con disparadores de protones en lugar de martillos, escudos y/o trajes metálicos.