Si uno se para delante del afiche promocional de Cena de amigos cree que se trata de una comedia de enredos maritales, pero sentado en la butaca del cine se encuentra con otra cosa. Cena de amigos narra mucho y nada: una pareja en aparente crisis planea una cena anual en la cual se invitan a hombres y mujeres conocidos por alguno de ellos; unos serán un poco amigos, otros serán oportunistas y otros sólo un lugar ocupado en la mesa. En ese menjunje de comensales habrá esposos y amantes, doctores y pacientes y secretos varios, aunque tampoco tan escabrosos.
Thompson acierta en construir sutilmente a los personajes antes de sentarlos a la mesa, de esa manera el espectador cuenta con información que los personajes no tienen y confiere a los diálogos y los juegos de miradas que se producen durante la comida de mayor relevancia, así, muchas frases, de esas que se dicen por decir en compañía de extraños y pueden ser en apariencia banales, adoptan otro significado. La puesta en escena de esa gran mesa redonda de idas y vueltas se complementa con la cámara que gira alrededor de los personajes (tomados en primeros planos) y, si bien por momentos la imagen se vuelve un poco “calesitera”, le imprime dinamismo a una escena que de lo contrario podría parecernos estática y aburrida.
El problema está hacia el final de la película. A un año de la cena de marras (con la excusa de volver a reunir a los mismos comensales) Thompson retoma a cada personaje para darles una clausura, pero la sutileza que presentaba al introducirlos la pierde al intentar cerrar todas las historias con pretendidos y vacíos finales redentores. Las conclusiones son apuradas y burdas. Todo rasgo de cinismo, crítica o atisbo de sarcasmo que se podía encontrar es borrado de un plumazo en pos del amor y la familia, y el sabor amargo que dejaba esa cena una vez que se cerraba la puerta se termina edulcorando torpemente.