Hace muchos años, viajé por trabajo a la ciudad de San Juan; allí me sorprendió una cosa (algo que hoy no me sorprendería): una mole de concreto que ocupaba toda una manzana, gris, gigantesca. Un esqueleto de cemento recortado solo sobre el paisaje algo árido, rodeado de nada. Cuando lo vi me detuve a examinarlo largo y tendido, no parecía útil para viviendas, ni funcional para un hospital o para una escuela. Recuerdo que le saqué muchas fotos. Un compañero sanjuanino me comentó que ellos lo llamaban algo así como “El monumento a la corrupción”; no servía para nada porque había sido pensado (ya no recuerdo en qué época) como la sede de la gobernación, iba a ser el organismo público más moderno y más grande de todo el norte. No fue nada. Pero quedó erigido como un gran recordatorio de la brutal desidia que nos embarga, en San Juan y en todos lados. Elefante blanco es, un poco –o también–, sobre eso. Una gran estructura de hormigón se proyectaba para ser el hospital más grande de Sudamérica (esas ansias de grandeza inconclusa que nos gobiernan) en un terreno que de barrio humilde y peronista pasó a ser “villa miseria”. Y esa mole quedó ahí, en etapa de proyecto, inacabada. Los habitantes del barrio la fueron ocupando conforme la necesidad fue mandando. La llaman “el elefante blanco”. El nombre es simple, hace referencia al tamaño y al color, pero también un elefante blanco representa aquello que no vemos y está ahí, abarcando el espacio con su gigantesca incomodidad. Y Elefante blanco es una película incómoda, porque aunque las villas estén ahí, en un abrir de ventanas de un departamento bien burgués de Recoleta, por ejemplo (el del padre Julián), la mirada sobre lo que cuenta es una mirada extraña, es gente de clase media filmando sobre pobres (la frase es robada / adaptada de Los otros de Josefina Licitra), pero a la vez en esa incomodidad y en el recorte parcial reside su mérito. Pablo Trapero recorta un mundo (a diferencia de lo que hace Iñárritu, por citar solo un ejemplo): no cuenta La historia de la villa, cuenta Una historia de la villa. Tres curas que trabajan y viven ahí, una asistente social y la puesta en marcha de un plan de viviendas y un pibe enganchado con el narcotráfico de poca monta que domina una parte del barrio. El punto de vista se cierra sobre el trabajo de los curas y la asistente que es más bien el del aguante, porque todo intento de mejora se trunca. Y la incomodidad que genera la película creo que se produce por la desesperanza que esta misma desprende. La puesta en escena acompaña el desasosiego, si en Carancho el asfalto, los pies, el suelo en general eran protagonistas de una historia de descensos, en Elefante blanco lo son el barro, el lodo, los días mayormente grises y lluviosos, la mugre, las cosas apiladas, la gente amontonada, la madera que se pudre por el agua. En Elefante… hay obstáculos para moverse, para caminar, ya sea por el barro, los escombros, o para destrabar guita, hay dificultades para avanzar. Quizá por eso mismo es que los planos son cortos, ágiles; incluso, algunos cortes son abruptos; por momentos, el ritmo de la película es disruptivo, y de alguna manera esa brusquedad también se corresponde con el entorno, como la que vemos en la pelea entre Luciana y los trabajadores, en la que casi en off escuchamos como ella le descerraja un “ojalá vivas debajo de un puente” a un tipo que no tiene casa, la incomodidad –y la incorrección política– se palpan ahí, en el que, además, es uno de los momentos más vivos de la película. Decíamos que en el recorte estaba el mérito de Elefante blanco, en el saber reducir para contar, por eso mismo cuando la historia se abre pierde fuerza (con la enfermedad del padre Julián o la relación entre Luciana y Nicolás), pero gana cuando un personaje se ciñe en un pasillo para ir a buscar un muerto. A veces una mirada extrañada y parcial, independientemente de la fidelidad que se le pueda dar a eso que tenemos tan cerca y tan real, puede contar una buena historia.
La libertad de ser un pelotudo Hace unas semanas comenzó a pasarse en los cines un corto (o spot) en el que Violencia Rivas enumeraba aquellas cosas que la gente pelotuda hace en los cines (comer ruidosamente, hablar, atender el teléfono) para terminar con una recomendación al respecto de esa última conducta: apaguen los celulares. Ese micro funcionaba además como una especie de trailer de Peter Capusotto y sus 3 Dimensiones. La película trabaja con la misma lógica del programa del televisión y allí radica su mayor virtud y su mayor problema. La virtud está en saber trasladar al cine eso que funciona muy bien y que se ha convertido en un programa de culto, especialmente gracias a YouTube. El personaje de Violencia (uno de los grandes hallazgos de la última temporada de Peter Capusotto y sus videos) es quien organiza un poco el relato. La película se presenta como una crítica hacia el entretenimiento desde el entretenimiento mismo, pero el foco se pone en la televisión. Violencia presenta distintos segmentos (los capítulos de esta tesis crítica) temáticos a los que se les corresponde un personaje, por ejemplo, el segmento titulado “El entretenimiento como propaganda política” está protagonizado por Bombita Rodríguez. La separación sintáctica de cada episodio, el punto seguido de la narración (lo que en los programas hacían los videos), se da por medio de falsos spots publicitarios o las reflexiones de Violencia. Es justo mencionar que aquellas cosas nuevas fueron las que arrancaron más carcajadas en la sala y terminan siendo los momentos que mejor funcionan, cortitos y al pie, especialmente las publicidades (como la del “Gobierno de la Ciudad del Orto” en la que un intendente canchero y de bigotes te avisa lo que están “haciendo” y que asfaltaron la calle poronga o remodelaron la plaza la concha de tu madre, que despertó aplausos en la sala; o la de la “Terapia patriótica musical”, muy acorde a estos días malvineros). La crítica a todo aquello de lo que ya se burlaban Saborido y Capusotto en la televisión se mantiene con el mismo esquema de reducción al absurdo y sigue funcionando. Pero el problema también radica en que es mucho de lo mismo. Y no me refiero a la repetición de la fórmula o personajes sino a la duración. Lo que en el programa se contaba en unos pocos minutos, en la película se extiende y remata demasiadas veces, el chiste parece un electrocardiograma, oscila: te reís de algo y entrás en una meseta, te volvés a reír. Se remarca todo con la sensación de que el tiempo se estira (¿cuántas veces necesitamos oír los comentarios racistas de Micky Vainilla?). Claramente hay sketchs o personajes que gustarán más o menos según el sentido del humor de cada uno, porque en eso se apoya toda la película, en el humor per sé (que no hace falta aclarar que es muy bueno). Formalmente, poco se arriesga, aunque se note un mayor despliegue en la construcción de decorados, la puesta en escena es básicamente la misma que la de Peter Capusotto y sus videos. Entonces, ¿de qué hablamos cuando hablamos de Peter Capusotto y sus 3 Dimensiones? De la tele y un poco más llevados al cine. Los que disfrutaban del programa invariablemente disfrutarán de la película. A pesar de que a algunos se nos hagan un poco largos los sketchs, la dinámica episódica te mantiene entretenido. Como dice Violencia Rivas: tenemos la libertad de entretenernos con un programa de televisión, además de la de ser unos pelotudos.
La importancia de llamarse Seth No es sencillo enfrentarse a cualquier película que tenga como tema principal alguna enfermedad grave o terminal: tienden al golpe bajo, a forzar la lágrima fácil a puro golpe de violín, a la lección de vida (por lo general se nos dice que aprendamos a disfrutarla porque en cualquier momento nos podemos morir, como si hasta el instante en que nos sentamos en la sala de cine creyéramos en algún tipo de inmortalidad). En el tope del ranking de dolencias atractivas para el cine están las enfermedades degenerativas, el virus del HIV y el cáncer. Esta última es particularmente seductora porque tiene muchos vaivenes, tratamientos largos y penosos y un sinfín de posibilidades y porcentajes de sobrevida, quizá te morís, quizá no; es una lucha cuerpo a cuerpo y de ahí viene lo de “darle pelea a una enfermedad grave” que no es otra cosa que un eufemismo bastante pavote. Cáncer es la peor palabra que un médico puede soltarle a un paciente; cáncer significa muerte, el acabóse. Aunque, claramente, no siempre sea así. 50/50 recorre todo eso, los vaivenes, los tratamientos, los médicos. Sin embargo, cuatro elementos hacen que 50/50 sea una película cuyo protagonista es un chico con cáncer, pero no una historia sobre una enfermedad que bien puede ser terminal. Cuatro características que la paran en la vereda contraria de aquellas historias horribles que pretenden conmovernos con mecanismos que deberían ser considerados antirreglamentarios. Cuatro hallazgos para dar al argumento una forma –y un contenido– diferente: 1) Joseph Gordon-Levitt. El personaje de Adam es aséptico. La película acierta en describirlo en una breve secuencia, al comienzo: Adam sale a correr por una ciudad semivacía, lo que nos indica que es muy temprano, es una persona que resigna horas de sueño para hacer actividad física, para cuidarse. Y además es un pibe que nunca transgrede una norma; una persona que trota en la vereda a la espera de que el semáforo se ponga en verde aunque no haya un alma por la calle. Es una persona responsable, ordenada, metódica, aparentemente inescrutable, de aspecto frío y sereno. Es ideal para no transmitir falsa emotividad, para no necesitar forzar la cara de tragedia, para no mirar al horizonte con expresión de cachorrito desvalido. La noticia de su enfermedad siempre parece estar en proceso de digestión, como si presenciara su propia vida desde afuera. Como si todo lo que le pasa no fuera otra cosa que un nuevo aprendizaje, hay que saber llevar una enfermedad larga y a estar enfermo también se aprende. Se aprende a esperar, y Adam tiene aspecto de estar esperando. 2) Los roles secundarios. Desde la novia que no sabe cómo lidiar con el enfermo y mucho menos con la enfermedad, pasando por la madre que tampoco sabe, pero lo aparenta por el mandato de su rol con una gran dosis de naturalidad y cariño, por un padre con Alzheimer al que se presenta con adultez, respeto y mucho afecto y por los compañeros de quimioterapia, hasta el gran personaje de Anna Kendrik, la joven terapeuta que está aprendiendo a lidiar con enfermos a fuerza de espontaneidad y frescura. El postulado principal de 50/50 parece girar alrededor de la idea de que todo se puede contar sin dramatismo, con naturalidad y con humor, y todos los personajes funcionan alrededor de esa regla. 3) El montaje. El armado de la historia (musicalización incluida) es ágil, sobrio y conciso. Adam comienza con su tratamiento de quimioterapia, y se da la siguiente escena: Adam se despierta en medio de la noche como si algo lo hubiera atropellado, corre al baño y se vomita la vida sentado en el piso del baño; son apenas unos pocos minutos, la cámara nunca entra al baño y la secuencia se corta cuando la novia le pregunta desde la cama si está bien. No, no está bien, es claro, por eso ni él responde, ni la mujer se levanta. Es información pura, el tratamiento te hace vomitar como si no hubiera un mañana, punto. No hay nada para hacer. La escena es precisa y lacónica. En otro momento y en otro baño, Adam se rapa acompañado de su amigo. Listo, resuelto el tema de la caída del pelo y resuelto además con su amigo diciéndole que le queda feo. De nuevo, humor y sobriedad para zanjar temas que son importantes como para que estén, pero no tanto como para hacer un mundo de eso. 4) Seth Rogen. Lo más importante de la película es todo su ser, su voz ronca, si fisonomía poderosamente abrazable. (¿Hay alguien más abrazable que Seth Rogen?) Es incluso probable que la película no funcionara lo bien que funciona si el rol de Kyle lo tuviera otro actor. Gracias a él 50/50 se transforma en una película sobre la amistad, sobre tos tipos que sobrellevan un mal momento intentando cagarse un poco de risa. Sobre su personaje descansan el humor, el one liner certero, la dosis de realismo sincero y la ligera inverosimilitud de alguna situación. Rogen es el sol alrededor del cual giran los personajes y con él la historia fluye, divierte, enternece, no hace falta recurrir a ningún truco más que al espontáneo magnetismo de Seth. La película se ilumina cuando aparece en pantalla y su Kyle contrarresta la ineludible tristeza ojerosa de Adam. 50/50 es un porcentaje tan caprichoso como incalculable. 50/50 puede ser una película sobre esa odiosa relación entre posibilidades, su tránsito y sus consecuencias. También es sobre dos mitades, inexactas y dispares que hacen un todo.
En Argentina el baseball no es un deporte que tenga demasiados adeptos. Amantes del fútbol, supongo que su práctica (y disfrute) les debe resultar tan lenta como ajena. Una lástima, porque el baseball está buenísimo: nueve jugadores por equipo y un sinfín de reglas complejas que son justamente las que hacen tan interesante este juego. El baseball es un deporte de precisión, de estrategia, se trata de estar atentos, de saber leer el juego. Hay que ganar bases, cuatro, para poder anotar carreras, el que anota más carreras a lo largo de nueve entradas, gana; por eso, tampoco hay tiempo, se sabe cuándo empieza un partido, pero nunca cuándo termina. Tres posiciones son fundamentales: la del que batea, la del pitcher (el que lanza la bola) y la del primera base, ¿por qué?, porque, entre otras cosas, de él depende que no se cambie el turno de bateo con el equipo contrario. A la vez tan simple y tan complicado que es apasionante, aunque pareciera que no pasa nada. Esa dualidad entre lo sencillo y lo complejo está en El juego de la fortuna (por una cuestión de respeto de aquí en adelante la vamos a llamar por su título original), porque Moneyball es –pero no es– sobre baseball. La primera escena de la película nos para fuera del estadio y con un par de carteles nos dice que los Athletics de Oakland no ganan un torneo desde 1989, lo que para cualquier equipo de cualquier deporte es poco más que una tragedia. Acto seguido se nos presenta una discusión por dinero entre el personaje de Brad Pitt (Billy Beane, el manager) y el dueño de los Athletics; uno necesita plata; el otro no tiene. Ahí está una parte de Moneyball. La necesidad de ganar un campeonato con dos mangos, competir contra equipos millonarios que acumulan estrellas, ganar un juego injusto. Aunque cualquiera que sea amante de algún deporte sabe que no se trata de la injusticia de un juego, sino más bien de la de un sistema en el que las diferencias económicas pueden hacer estragos en los equipos y en los resultados. Capitalismo y deporte. Por eso Moneyball no es (solo) sobre baseball. Pero como de por sí la competencia deportiva es terriblemente cinematográfica (en sus victorias pírricas, sus epopeyas, sus historias de héroes caídos y vueltos a levantar y un largo y hermoso etcétera) el verdadero atractivo de Moneyball sí está en el juego, o en lo que se dice sobre el juego. Billy Beane y su asistente Peter Brand (Jonah Hill) no entablan conversaciones, disparan líneas de diálogo, es tal el timing, la rapidez, la fluidez y la musicalidad que le imprimen a las palabras que antes de saber qué significa llegar a primera base nos va a resonar la frase “he gets on base”. Moneyball es sobre estrategias, estadísticas, enfrentamientos, estar en movimiento, es como el juego. Y por eso Beane pocas veces está quieto o callado. Y la montaña rusa a la que nos sube la narración hasta se da tiempo de construir un villano. Y aunque el mayor mérito está en el armado de la historia por medio de la palabra, la imagen, simple, sabiendo ocupar su lugar de acompañante, trabaja el vértigo cuando es necesario (por ejemplo, en el último partido) o el silencio si ya no queda decir nada (como cuando Hatterberg se queda solo con su familia). Para la anécdota queda que los Athletics no ganaron la serie con ese sistema, pero que sí tienen el récord de veinte victorias consecutivas, y que esa epopeya de jugar con los caídos en desgracia, con los descastados del sistema, porque son funcionales a un esquema de juego, es posible si se sabe elegir al jugador por lo que vale y puede dar y no por lo que cuesta y promete. Así como es posible construir una gran película con la compleja simplicidad de un buen guión, un par de buenos actores y una pelota. A veces solo hay que tener una buena estrategia.
Diecinueve cartas y una postal Uno de los grandes méritos de Un amor es el de anular cualquier posible rastro de cinismo. Ver la última película de Paula Hernández implica creer. Creer en que eso que nos pasa en la adolescencia y que suponemos es “todo” puede perdurar en el tiempo como una grieta que nunca acaba por cerrarse. Para sumergirse en el apacible mundo de Un amor no se necesita mucho más. Bruno y Lalo son amigos inseparables, de esos que siempre van juntos como un combo. Hasta que al pueblo imperturbable de Victoria, en Entre Ríos, llega Lisa para perturbar todo. Irrumpir donde no pasa nada. Tomar por asalto el festival de hormonas adolescentes y también la cómoda mansedumbre de la adultez. Invade de chica; invade de grande. Lisa funciona como una bisagra, hay un antes y un después de ella, o al menos eso pareciera. Paula Hernández construye el relato en un ir y venir del pasado a la actualidad. En un primer momento, se produce un choque importante por la representación juvenil de esos seres adultos; narices, mandíbulas, ojos jóvenes no se corresponden con ellos mismos cuando pasa el tiempo, pero conforme la película fluye esas disparidades desaparecen. Lo que podría ser disruptivo en esas vueltas temporales es un plácido vaivén. No sabemos mucho de los chicos, sabemos apenas un poco más de los grandes: que Lisa emana y emanará un halo de misterio, que Lalo porta la simpleza en la mirada sin importar la edad, que Bruno carga sobre los hombros una cierta inconformidad que es menos real de lo que él quiere hacer parecer. La historia –la de ellos, pero también la de la película– es de amor, de despertar sexual, de crecimiento, de amistad pese a las diferencias (de clase e intelectuales, son sutiles, apenas se esbozan, pero están). Es de esos tríos inseparables que a veces también duelen y golpean. Pero igualmente es de separarse porque las vidas van en direcciones opuestas. Lalo queda en Entre Ríos; Lisa viaja por el mundo; Bruno vive en Buenos Aires. El contraste entre ellos se ve hasta en los colores: los fríos del hotel en el que se hospeda Lisa o los de la casa de Bruno, tan moderna, en contraposición con los colores cálidos de Victoria y la casa de la infancia de Lalo. Sin lugar a dudas el cariño está puesto ahí en ese lugar donde el río siempre devuelve las cosas, como los devuelve a Lisa y a Bruno, aunque sea por un instante. Hernández plantea hipótesis sin argumentar respuestas ni soluciones. No nos presenta una historia para que miremos desde un lugar privilegiado de saber, no conocemos el contenido de esas diecinueve cartas porque Lalo tampoco lo conoce; no tenemos idea del problema de salud que tiene Lisa porque a ellos tampoco se lo dice. El único privilegio con el que contamos es el de recorrer con los protagonistas un período de sus vidas. Las preguntas están planteadas: ¿Puede la amistad perdurar en el tiempo a pesar de las distancias y las diferencias? ¿Puede el amor durar para toda la vida? Quién sabe.
La carrera de Steven Soderbergh es despareja y Contagio se hace eco de esa irregularidad. Película y director se homologan. Efectivamente, esta última película es despareja e irregular, y de hecho sería todo un hallazgo que no lo fuera porque abre tantas subtramas que termina perdiéndose por los vericuetos de las distintas historias y varias líneas quedan resueltas de manera apurada; el buen pulso narrativo de la primera mitad se acelera torpe en la segunda. Hay una mayor pericia para contar el caos y el pánico; en esos momentos la película vuela, fluye, entretiene. El argumento es tan trillado como atractivo: un virus se propaga cual peste, no importa mucho cómo ni qué síntomas lo declaran sino que la gente muere y rápido. Hoy por hoy solo basta con un par de tweets para que el pánico se apodere de la sociedad y no hay posibilidades de que nada se esconda demasiado. “Viralizar” ya no se aplica meramente a la ciencia ni es un concepto que manejan dos anteojudos con bata de laboratorio. Las palabras obedecen a una lengua que es social y muta, se transforma junto con la manera de comunicar y comunicarnos, como un virus, y de eso se trata Contagio. La hipótesis principal parece postular que es mejor que bajemos un cambio porque nada, ni siquiera la muerte, es para tanto. Así, personajes que sugieren convertirse en protagonistas absolutos, quedan a mitad de camino sin mayor preámbulo ni consecuencias, nadie es imprescindible. Lo mencionábamos antes, Contagio trabaja muchas líneas argumentales, como si fuera un esquema de enlace químico, se desprenden dos más importantes: la gente –ese colectivo inclasificable que está tan de moda usar–, la individualidad, la enfermedad y la supervivencia vividas en tanto personas; y las instituciones, el gobierno, los medios de comunicación, que a su vez están integrados por personas. Todo se conecta al tiempo que se desglosa. Por el lado de las instituciones se baraja demasiado. El gobierno –que siempre es el norteamericano– no quiere que este tema llegue a los medios, pero un periodista con un blog muy visitado hace desastres por Internet con la simple tarea de contar todo lo que se le cruza por delante –intereses aparte, la película lo deja claro–, y el miedo se apodera de la población, al menos de la que habita al norte del continente que como bien sabemos para algunas películas representa el mundo todo. Se trabaja en la creación de una vacuna, se aísla gente, se mueren miles, se trata de explicar cómo es que se genera una pandemia, pero nada de eso importa mucho y de todo ese gran conjunto lo interesante es cómo nos informamos, y cómo los medios tradicionales pierden poder en manos de las redes sociales que suponen ser las únicas democráticas con llegada masiva. Soderbergh no parece tener una opinión formada al respecto porque al mismo tiempo nos dice que ese exceso de información en determinados casos no genera otra cosa que estar más desinformados –no por nada el personaje más revulsivo es el periodista–, y si se mete en un conjunto desinformación más miedo el resultado es el caos absoluto y la vuelta a un estado de naturaleza en el que solo sobrevive el que tiene más balas. Por toda esta mirada de la sociedad es que el final, tranquilizador y de gente prolija esperando por una vacuna, es tan idiota como inverosímil. Por el lado de la gente hay varias historias más o menos débiles, pero solo basta ver los ojos de Matt Damon para quedarse con esa. Su personaje es un tipo desempleado al que se le muere la mujer, que resulta ser nada menos que la primera infectada luego de un viaje a Hong Kong; él es inmune y queda solo con una hija adolescente fruto de un matrimonio anterior. Todo su trabajo consiste en sobrevivir y evitar que la hija se contagie. En torno a Damon (Mitch) giran los mejores momentos de Contagio. Son instantes en los que el vértigo de contar mil cosas se detiene y la película descansa en un simple gesto de Mitch o de su hija, en una bajada de cabeza al saber que su esposa le fue infiel justo cuando ya no tiene sentido enojarse. Mucho de lo que puede decirse sobre ese pobre tipo que de la nada perdió casi todo se dice a través de un emoticon en una pantalla de celular; la hija habla poco pero escribe, no puede ver al novio y su único contacto y regularidad con eso que antes era una vida adolescente es un mensaje de texto. Sabemos que vacuna mediante –inverosímil también– la sociedad volverá lentamente a la normalidad. En ese instante Contagio pone en pantalla una de las escenas más bellas del año: Mitch le arma a su hija en el living de su casa una fiesta de promoción con más voluntad y amor que guirnaldas y a la que solo asiste el noviecito recién vacunado. Mientras la hija baila, Mitch encuentra la cámara fotográfica, sentado solo en la pequeñez de un armario revisa las fotos y ve a su mujer en diferentes momentos del viaje, feliz, sabemos que fue más o menos por ahí que le fue infiel al marido y se genera una leve tensión con cada imagen de ella. Nadie quiere ver lo que ya se sabe y por ese mismo motivo la cámara de Soderbergh se aleja, respetando la intimidad y el llanto desgarrado de un tipo que no da más. No llora por lo que quizá puede haber visto, sólo llora por ella que no está. Contagio termina ahí, con el padre de ojos llorosos yéndose por un pasillo después de sonreírle a la hija. Lo más parecido a la cotidianeidad y la vida, lejos de la catástrofe y el caos. Para cerrar los círculos en ese esquema hiperconectado, mientras pasan los títulos se muestra la cadena de contagio, pero quizá solo sea para que se te desestruje un poco el corazón después de ver llorar a Matt Damon.
De los rituales. Habemus Papa: el psicoanalista del Papa comienza con imágenes de archivo de la vigilia, en la Plaza San Pedro, por la elección del nuevo Papa en 2005. Desde ese inicio, colorido y fervoroso, se indica que esta será una historia de espera y de rituales. La película argumenta con coherencia su tesis: la liturgia del cónclave es detallista; el plano del peregrinar solemne de los cardenales se abre para mostrar en una, casi, perfecta simetría, el amontonamiento de periodistas que espera una palabra mientras relatan un acontecer plagado de nada; el humor, entre cínico y sutil, queda inclinado hacia ese sector, siempre ridiculizado y en contraste con la gravedad religiosa. La ceremonia de votación va dejando entrever que la severidad que segundos antes veíamos, poco a poco irá desliéndose hacia una ligereza ingenua, hacia un tono con mayor anclaje en el humor y una liviandad que permitirá abordar temas más profundos sin subrayados groseros. Una vez que todos los cardenales “favoritos” eludan el compromiso de ser elegidos (notable la escena de los pensamientos) el cargo recaerá en el cardenal Melville (Piccoli, enorme, o de cómo se dice todo con la mirada). Un detalle pone el punto en el problema por venir: tarda en decir que sí, segundos, los suficientes para que se lo presione “amablemente”. Más tarde, el último botón de un cuello abrochado ahorcará más que la garganta de ese pobre cardenal. Su santidad, de hecho, va a tener un ataque de pánico minutos antes de salir al balcón para saludar a la gente. No parece ser la fe la cuestionada, sino la responsabilidad. Saber que de ahí en más no habrá “exterior” (que no es otra cosa que el eufemismo con el que llaman dentro del Vaticano al mundo que los rodea) y que el teatro de representaciones que se le viene por delante es bastante menos atractivo que el que él solía amar. Ante tamaño descalabro en una estructura no acostumbrada a la sorpresa, el ridículo (bien entendido) hace nuevamente su entrada de la mano del propio Moretti como “el mejor psicoanalista” que deberá atender al Papa, tarea que apenas se concreta, pero por la cual deberá cortar todo contacto con el exterior. En ese punto de la trama, promediando la película, la espera se torna palpable: en una salida de incógnito, el cardenal Melville, vestido de civil, se escapa por las calles de Roma. Así, el futuro Papa vaga por el exterior como cualquier hombre, en un redescubrimiento del acontecer cotidiano y banal; mientras, el psicoanalista queda encerrado junto con todos los cardenales a la espera de que el Papa desaparecido salga de una habitación en la que, claramente, no está. Habemus Papa desdobla su atención entre Piccoli y Moretti. En el mundo de los rituales que cruza toda la película entra el placer por lo lúdico; el Papa juega a ser actor en búsqueda de un sentido para el futuro que le espera, quizá recobrando su pasado. El psicoanalista organiza un torneo de voley entre los cardenales para paliar el aburrimiento. Habemus… abandona el retrato de la organización para centrarse en el de los hombres incluso apelando a momentos que de tan inverosímiles resultan desopilantes; momentos por los que se cuela un humanismo extraño, mezcla de ternura con sarcasmo, como escuchar a Mercedes Sosa cantar Cambia todo cambia en el exacto lugar en el que se supone que nada cambia. Moretti nos regala una hermosa comedia hilarante, triste y melancólica. Pocos pueden navegar por la antítesis con tanta soltura y naturalidad. Hay crítica a una cierta parafernalia absurda que domina toda estructura burocrática, pero también hay una cierta candidez y un dejo de esperanza en la mirada a ese hombre de apariencia simple y bonachona. Quizá por eso mismo es que Moretti le regala al cardenal Melville un final abierto, sorpresivo, cerrando con una optimista (en especial para los que no somos creyentes) irrealidad un marco que había comenzado con imágenes reales, históricas, como si el viaje por los rituales y las ceremonias pudiera dar un vuelco al final.
Los tiempos cambian. Hay dos posibles maneras de interpretar Larry Crowne: una, como una comedia romántica simplona, una película de autoayuda. Larry Crowne es un cincuentón –se coquetea incluso con cierta ingenuidad exacerbada– al que despiden de su trabajo porque no tiene estudios superiores. Abrumado, y por sugerencia de un vecino, se anota en una universidad estatal en un curso de Oratoria en el que su profesora Mercy, una agria mujer interpretada por Julia Roberts, terminará cambiándole la vida. Él a su vez se la transformará a ella. Se enamoran, Larry encuentra trabajo; Mercy, la motivación perdida para dar clases. La vida te da revancha, hay que estudiar para ser alguien en la vida y el final es feliz. A pesar del buen ritmo narrativo, de la sonrisa de acero de Roberts, de lo ameno del relato, esa película es una tremenda pavada. La otra interpretación navega un poco más entrelíneas y es bastante más interesante. A Larry no lo despiden porque no fue a la universidad, lo echan porque, al no tener una educación superior, no lo pueden ascender, es un tipo de cincuenta años que tocó su techo, está sobrecalificado para su puesto y con él la estructura piramidal de la empresa se rompe. Es un problema de costos, y los tiempos cambiaron. La idea de que las cosas ya no son como eran se instala en ese mismo momento y, aunque al principio parece que se hará un rescate moralista de la educación como motor salvador de un estado de cosas, solo basta con ver a un repartidor de pizzas que aparece por ahí para darnos cuenta de que ese concepto no se sostiene. Bajo el disfraz de la banalidad de una historia sencilla, Hanks traza el devenir de una cierta clase media a la que el sueño americano se le aparece cada vez más como una pesadilla. Cuando Larry va al banco a pedir que le refinancien la hipoteca, una artificial empleada le dice que es imposible, su casa ya ni siquiera vale lo que debe y si hace tres años le hubiera dado medio palo a sola firma hoy apenas le puede ofrecer un café de cortesía. Ese hace “tres años” hace referencia al 2008 y es el comienzo de una crisis económica que azota sin que se sepa muy bien cuándo ni cómo va a terminar. Larry Crowne da cuenta de eso al dejarlo al protagonista poco más que en bolas y laburando de aquello a lo que se dedicaba veinte años atrás, y a Mercy separándose de un marido desempleado a la manera de quien se sacude el lastre, como si todo fuese un continuo comenzar desde el fondo. Tom Hanks construye un relato cruzado de puro realismo y liviandad romántica sin cargar las tintas en uno o en otro, dominando el equilibrio, solo hay que estar dispuesto a mirar más allá y dejarse llevar.
¡Ah, Woody Allen! Allen tiene ese no sé qué, que hace que la crítica le reclame las cosas más variadas y más aun, que se confiese y formule aclaraciones de todo tipo. De esta forma, antes de ver alguna de sus películas sabemos lo que la película “no” es. Sabemos también si el crítico en cuestión es “fan” o si apenas se rió con Bananas, pero por sobre todo nos queda claro que “Allen hace más de una década ya no es lo que fue”, lo que a esta altura no es más que una frase sin sentido, porque convengamos: ¿alguno de ustedes está igual que hace diez años? Si la respuesta es sí, hágase ver. Claro que evolución no es lo mismo que involución, pero esto último no es una característica que podamos adjudicarle a Allen, aunque algunas de sus películas sean peores o más fallidas que otras. Así estamos entonces, viéndonosla en figuritas, porque todos aquellos que reclamaban que sus guiones habían perdido la agudeza que tenían en la década del setenta, o que no filmar en Manhattan era poco más que un sacrilegio, ahora no saben cómo justificar que Whatever Works (¿o creyeron que iba a utilizar el espantoso título local?), que tiene un guión hecho en los setenta y está filmada en una tremendamente alleana Manhattan, es buena. Y no, no es buena, incluso a pesar de Larry David que es uno de los personajes más geniales que haya pisado este planeta. Aunque sea justamente esa genialidad la que le otorgue un rasgo redimible a Whatever Works. El personaje de Boris parece hecho para David, incluso comparte más de una característica con el David de Curb Your Enthusiasm. Por eso mismo es que los primeros cuarenta minutos son magníficos: hay acidez, humor, nihilismo, ruptura de la cuarta pared y un ritmo para el monólogo (y la escenificación de lo que se dice) como hacía mucho no se veía en una comedia de Allen, como si estuviéramos presenciando una película filmada allá lejos y hace tiempo. Pero poco después de que aparece el personaje de Evan Rachel Wood, Whatever Works muta hacia un híbrido que pivota entre la comedia romántica y un cierto existencialismo, no se define y se desdibuja (ver ese final feliz y lavado por ejemplo o el chiste sobre el Viagra). No es que la chica lo haga mal, es que se rompe el verosímil. Sí, tiene algo de Manhattan (la escena del café donde Melody lo deja puede ser la hermana boba de la del hall del edificio donde Tracy abandona a Isaac). La diferencia radica en que en Manhattan creíamos en la relación entre Isaac y Tracy, pero cuesta mucho creer en eso que hay entre Boris y Melody, precisamente por esos dichosos primeros cuarenta minutos. Boris no podría enamorarse de esa bobalicona sureña de la misma manera que no soportaría ver la segunda mitad de esta película.
En la edición del Festival del 2008 se presentó en competencia la película de John Gianvito, Profit Motive and the Whispering Wind, una obra apasionante y conmovedora basada en un libro de historia sobre aquellos personajes de alguna manera olvidados de la historia de los Estados Unidos. Gianvito retrataba sus tumbas, mostraba en detalle los textos de las lápidas, de los bustos maltratados por el paso del tiempo, y los intercalaba con imágenes de árboles acariciados por el viento, como si quisiera darles un respiro a sus protagonistas de piedra, pero también a sus espectadores. El predio evoca, quizá de manera involuntaria, aquella obra maestra de Gianvito. Perel retrata trozos, restos y despojos de la ESMA, de lo que es hoy, de lo que pretende hacerse allí hoy. Con planos fijos de larga duración que permiten detenerse en los detalles más insignificantes plantea la cuestión de la reconstrucción de la memoria en silencio, eludiendo lo obvio y centrándose en lo desconocido, en la parte de atrás, en lo aparentemente banal. La pregunta acerca de cómo debe reconstruirse la memoria flota en el aire denso. El sonido del tránsito, a lo lejos, casi perdido, sugiere el contraste entre el caos y apuro urbanos y la calma y el sigilo que se perciben dentro del predio, como si no formara parte de la ciudad. La ESMA es un lugar dolorosamente emblemático. Es el sitio elegido para emplazar el Museo de la Memoria, quizá sin preguntarse bien qué es eso de ejercer memoria. El predio, sin caer en facilismos ni golpes de efecto, interpela a través de sus imágenes.