Ceniza Negra (2019) despierta muchas preguntas a partir de la relación entre el título y la obra en sí. Por un lado, puede decirse que su paleta de colores tiende a los negros. En muchos planos Francisca Sáez Agurto, la dp, forma con los cuerpos del elenco, sombras estáticas en medio de la naturaleza o dentro del hogar de Selva (Smashleen Gutiérrez). Son siluetas fijas hasta que ella, de 13 años, y su abuelo (Humberto Samuels) corren para meterse en la playa en uno de los encuadres finales.
También es negra la serpiente que Selva entierra al principio, negros son los cabellos de la actriz y varias de sus prendas. También lo son sus pupilas. Y aun así, la piel de los personajes tiende al caoba. Esto quiere decir que Sofía Quirós no propone un quiebre de la identidad. De hecho los acentos de los personajes son pistas para inferir dónde se ambienta la historia. Sin embargo, no se nos indica directamente.
Por otro lado, en esta coproducción ambientada en Costa Rica, los movimientos de cámara se alternan entre planos fijos y en mano. En este alternar arbitrario la obra de Sofía, basada en su corto Selva (2017), insiste más en la incertidumbre que en las respuestas. Y la fragmentación visual podría sugerir la idea de las cenizas por tantos primeros planos o medios antes que de cuerpo entero.
Ahora, esta incertidumbre no tendría que ser un problema. Sin embargo no se escuchan orgánicas las maneras como el elenco dice sus líneas. Entonces, para poner en perspectiva este detalle podemos observar que la obra propone en varias escenas la disociación de los cuerpos femeninos con respecto a sus voces. Desde ese no-lugar entendemos: estos personajes callan vivencias que solo sus palabras pueden reelaborar a medias, fuera del contexto visual. Y esta medianía es imputable a las limitaciones de la obra pero también a los límites de toda imagen audiovisual cuando se habla de fronteras geográficas. Sofía nos invita a saber esto porque ella misma es de familia costarricense y nacida argentina.
En ese doble distanciamiento técnico y territorial, la desaparición paulatina de Elena (Hortensia Smith), la abuela de Selva, es un acicate a la pregunta dónde están sus padres. A modo de presencia cómplice, este vínculo le brinda ciertos asomos de realismo mágico a la historia. Pero Quirós no se conforma con ello y tampoco busca que nosotros lo hagamos. De haber sido este el caso, habría más respuestas sobre qué pasó con los vínculos inmediatos de Selva.
Si el lector permite la arbitrariedad asociativa por un momento, la obra nos plantea una suerte de árbol genealógico sin tronco, como si en los rituales de Selva ella buscara sus raíces. Pero su presente sigue inconexo aunque ella acompañe a su abuelo.
Qué significa entonces aislar estas feminidades. ¿La desaparición simbólica de padre y madre, las autoridades inmediatas, reconcilian lo femenino con el poder o la búsqueda de un lugar propio? Más que una respuesta, Sofía prefiere el movimiento visual de sus personajes y una liberación que no viene de la rebeldía, sino de la curiosidad ritual. Tal vez en los entierros que le celebra Selva a las serpientes hay algo de este enraizar la animalidad, el cambio de piel y lo escurridizo de todo espíritu solitario.