Florida y Lavalle, lejos del cliché
Con el curso de dos días como único eje a seguir, este film ciñe el foco sobre el microcentro porteño, pero con recortes de todo aquello que le da carácter de hábitat. Y hay tanto ritmos que se repiten como oposiciones drásticas.
Cuando en 1927 el arquitecto, artista plástico y realizador de vanguardia Walter Ruttman encaró el rodaje de Berlín, sinfonía de una gran ciudad, seguramente no era consciente de estar inaugurando toda una línea de films de no ficción: aquéllos que hacen de la ciudad su objeto excluyente, su obsesión, su protagonista. No es que todos los días se filmen películas sobre ciudades, pero dos años después de aquélla, Robert Siodmak, Edgar Ulmer, Billy Wilder y Fred Zinnemann rodaron en la propia Berlín Gente en domingo. Ese mismo año, Jean Vigo filmó A propósito de Niza y más adelante hubo, entre otras, Daguerréotypes (Agnès Varda, 1976, sobre los comercios de la calle Daguerre, en París), Lisbon Story (Wim Wenders, 1994), una Madrid (Patricio Guzmán, 2002), Los Angeles Plays Itself (Thom Andersen, 2003), Del tiempo y la ciudad (Terence Davies, 2007, sobre la ciudad de Liverpool) y, con las licencias del caso, Fellini-Roma (1972). A ese linaje, el realizador argentino Sebastián Martínez suma ahora Centro que, como el título indica, ciñe el foco sobre el microcentro de la ciudad de Buenos Aires. Sobre todo, la zona de Florida y Lavalle.
Huyendo como de la peste de la postal turística, la imagen for export, el cliché icónico, este documental de observación –que dos años atrás fue parte de la Competencia Internacional del Bafici– reniega, en principio, de toda forma de organización del material. De toda progresión o correspondencia, concatenación o serialización. Aunque el espectador podrá, como en un test proyectivo, establecer sus propias relaciones. El curso del día parecería ser, como en el caso de Berlín, sinfonía de una gran ciudad, el único eje a seguir, desde la mañana de un día hasta la noche del día siguiente. Son (o se supone que son, ya que ni el documental más estricto es del todo esclavo de la realidad) las últimas 48 horas del año. Esto queda claro recién sobre el final, con la aparición de guirnaldas, cohetes, lluvia de papelitos. Se trata, en principio, del puro registro de aquello que aparece ante cámara (lo cual tampoco es nunca así; siempre hay elección, exclusión, corte y montaje). Aparecen “personajes”, como en un documental “normal”, pero Martínez parecería querer darles también esa condición a objetos y lugares.
Si hay algún criterio de selección, éste parecería, ante todo, de carácter espacial, hecho de recortes de todo aquello que le da al microcentro el carácter de hábitat. Bancos, negocios, la Bolsa de Comercio, alguna galería, alguna galería de arte, el esqueleto muerto de alguna vieja y legendaria “tienda de departamentos” (Harrods), algún cine que todavía queda, alguno de los templos evangélicos que les coparon las salas, algún hotelito por horas, ambas peatonales. La reiteración de ambos días marca ritmos que se repiten, con los mismos promotores callejeros, los mismos vendedores (la película es previa, desde ya, al desalojo de los manteros), los mismos cartoneros a la noche, reiterando rutinas. Surgen oposiciones, en ocasiones drásticas: la Florida de día, con su movimiento incesante de gente de todos los colores, y la de noche, con sus cartoneros, chicas de la calle, gente sin techo que se acomoda para dormir sobre la vereda. La Florida de hoy, superponiéndose sobre las huellas de la de ayer: Rita, veterana empleada de la Asociación de Amigos de la Calle Florida, hojea viejos diarios y recuerda lo que ya no está.
De pronto, una chica de minifalda parece atraer la atención de la cámara, que describe, con ella por protagonista, un relato circular. La chica se arregla frente a un espejo y abandona un hotel, yira, hace puerta frente al local de London Tie, levanta un cliente y sube con él la escalera del mismo hotel. Otro personaje: el morrudo asistente de un templo evangélico, que para a uno en la calle, se lo lleva al hall del ex cine y empieza a hacerle pases como los del manosanta de Olmedo. “¡Quema, quema, quema!”, dice, refiriéndose seguramente al ser del tridente. Detalles: la policía retiene a un chorro y éste, esposado, le recuerda a un peatón que él también tiene hijos; una señora les ofrece a los turistas bebés de plástico a los que llama argentine babies; un cartel frente al templo ofrece asistencia de un “pastor virtual”; un peluquero-melómano recuerda a los grandes cantantes de ópera y directores de orquesta que pasaron por su sillón; el cartel luminoso que dice “Iglesia Universal” se solapa con el de El Palacio de la Papa Frita. Lirismos: el de Harrods vacía y abandonada, como tumba de sí misma y conservando muebles que parecen haber quedado tal como estaban, después de una huida urgente de sus habitantes. Como si en lugar de un cierre se hubiera tratado de un exilio o un escape. Incluyendo la calesita del subsuelo, que todavía gira, pero ahora para nadie. Salvo la cámara del intruso.