Pago chico.
Si una de las más documentadas obstinaciones del Nuevo Cine Argentino fue la de una aparente sensación de indolencia dramática que se sostenía como fuerza vital y programa ético, un lapsus orgulloso destinado a animar las trincheras desde las cuales se desautorizaba al antiguo régimen, no le fue a la saga la inconformidad violenta con la formas del relato previamente establecidas. La ciénaga podía empezar en cualquier lado, por ejemplo, o dar la sensación de que no empezaba nunca; o de que sus sintagmas se podían intercambiar, quitar o agregar sin que por ello se viera lesionada la cohesión temática subterránea de la película ni perdiera ferocidad alguna su asordinado espectáculo decadentista. Se puede poner en cuestión a Martel como cineasta pero resulta poco pertinente negar su adscripción a los modos de lo que conocemos como cine moderno: ese territorio que en la Argentina de hace dos décadas se reservaba al recuerdo de algunas expresiones aisladas de los años sesenta y que hoy, de nuevo, es percibido por sus simpatizantes como un regusto agrio de batalla perdida.
Cerro Bayo parece pretender exhumar algunos de los gestos derrochados de esa modernidad, el trazo reconocible de una antiépica que se observa como desde otro planeta, siempre puntuada por cierta distancia ofrecida simultáneamente como reparo y retractación: aunque puedan de a ratos adquirir los contornos de ideas fijas –la chica que quiere ganar un concurso de belleza, el chico que quiere irse del país, la mujer obsesionada con el dinero y con el juego–, en el cine moderno argentino del que la película que nos ocupa es descendiente las desdichas se resisten a ser enunciadas, y más bien oscilan en el aire como una presunción luctuosa, una corriente de electricidad a la que se ven sometidos los personajes sin que atinen del todo a detectarla ni a resguardarse de ella lo suficiente. La directora pulsa una cuerda paradójica, indecisa entre un costumbrismo tamizado por la impronta impuesta por varios de aquellos ejemplares soberbios del NCA y la comedia indie americana más o menos reciente.
El momento más evidente de la segunda variante es el que muestra una serie de planos en cámara lenta musicalizados con una canción del grupo de rock Beirut. Hasta esa instancia la película había desplegado sus escenas con bastante gracia y precisión, y la historia de sus personajes atrapados en un pueblo parecía armarse delante de los ojos del espectador mediante retazos, fragmentos de un universo al que solo se puede acceder de manera fatalmente incompleta. Pero la secuencia mencionada, que se ubica pasadas tres cuartas partes de la película, aparenta querer agregarle un cierto lustre, una especie de alarde que no encuentra ninguna justificación dramática (es un momento que no define nada acerca de los personajes, ni sobre ellos mismos ni respecto de su relación con los demás) y que parece un intento por conectar con algunas formas precisas y legitimadas de contemporaneidad. El matiz capciosamente exhibicionista de la escena señala de algún modo con dedo acusatorio el talante demasiado controlado del conjunto, así como pone en evidencia el precio astral que Galardi paga por permanecer en los límites de un realismo un poco pusilánime. La directora se muestra firme cuando se trata de sostener el tono de las escenas, casi siempre ajustado y lacónico, y es capaz de sortear con alguna elegancia, mediante un sensible manejo de los actores, la tontería indecible de ciertos diálogos –como el de la chica contándole a su hermano porqué necesita tener un orgasmo. Pero la película no consigue una estampa vívida de sus criaturas, obligadas a vagar en el vacío de su pago chico, impúdicamente replegadas sobre el rumor solipsista de sus taras y miserias sin conseguir tocar al espectador para que de verdad se interese por ellos.