A pesar de la codicia y los deseos que los personajes dejan entrever a medida que avanza el relato, Cerro Bayo despliega sobre sus criaturas una mirada extrañada a la vez que desapasionada: no se trata de juzgarlos sino solamente de observarlos, de verlos cómo van de un lugar a otro, anhelan y traman para conseguir lo que quieren. El tono de la segunda película de Victoria Galardi (codirectora de Amorosa Soledad) está signado por la placidez: los conflictos aquejan a los protagonistas pero sus consecuencias nunca son lo suficientemente graves como para instalar el drama o la tragedia; incluso un intento de suicidio está contado con una frialdad llamativa. Es como si el clima del pueblito de Villa La Angostura y sus alrededores imprimiera en la puesta en escena una especie de calma inconmovible que determina el gesto contemplativo de la película. Quizás por eso es que las miserias de los personajes parecen tan pequeñas y tan poco importantes: la avaricia de Mercedes que, en medio de mentiras y acosada por deudas, vuelve de Buenos Aires al pueblo solo para ver qué puede llevarse de las pertenencias de su madre; la desesperación de Inés por tener un orgasmo para estar más relajada durante el concurso que decidirá qué chica es el rostro de la localidad de cara al público; la ansiedad de Lucas ante la proximidad de un viaje a Europa con un amigo, para el que no pudo juntar la plata necesaria (a lo que se le agrega la imposibilidad de pedirle ayuda a su papá); la costumbre de Eduardo (el padre) de quedar bien con todos incluso al costo de hacer negocios inmobiliarios no legales. Hay solamente dos personajes que se ubican por fuera de ese circuito de deseos y frustraciones: la abuela, de la que no se conocen los motivos que la llevan a tratar de suicidarse, y su hija Marta, verdadero sostén del hogar que conforman Eduardo, Inés y Lucas, al que momentáneamente viene a sumarse su hermana Mercedes.
Si en Cerro Bayo existe algo parecido a una espiral de ambición, entonces Marta es el centro sobre el cual gravitan los demás personajes. Todos le piden cosas, incluso sin tener en cuenta la situación terrible por la que está pasando (su madre está en coma y los médicos no pueden asegurar que vaya a mejorar). Lo raro es que en ningún momento el guión erige a Marta como juez moral a partir del cual caerle a los otros con todo el peso de una moral: aunque su abuela continúe internada sin exhibir mejorías y su madre no pare de sufrir, Inés sigue preocupada por tener un orgasmo antes del día del concurso y le pide a su hermano que le alquile una porno. Ese momento, que cualquier otra película habría construido en términos de contraste, posiblemente buscando censurar los deseos personales de Inés y reenviando la atención a la abuela internada, en Cerro Bayo transcurre con total naturalidad, como si los dos hechos fueran inconexos, casi de mundos distintos. El guión de Galardi muestra un respeto notable hacia sus personajes: los problemas de cada uno valen por sí mismos y no en relación a los de los demás, entonces no hay una línea de conducta que rija a todos por igual sino que cada uno tiene que encontrar una manera ética de comportarse que satisfaga sus anhelos.
El problema de Cerro Bayo aparece sobre el final y tiene que ver con la prolijidad narrativa con la que se suturan algunos conflictos, que hace pensar más en una película netamente clásica con moraleja que en un cine que pivotea entre un relato tradicional y un gesto contemporáneo. Se percibe en Inés: el final que se le depara tiene mucho de aprendizaje pero entendido como enseñanza y no como descubrimiento personal. Ella podrá conseguir lo que quiere tras fracasar estrepitosamente en su empresa, o sea, que es capaz de alcanzar la felicidad solamente después de no poder cumplir sus sueños. Hay una especie de lógica castigo-premio según la cual uno puede alcanzar un objetivo siempre y cuando lo intente de manera desinteresada, sin anteponer la ambición personal. Si bien la película no piensa ese final como una lección de forma explícita, sí hay un resto de prueba y error ético que es más bien propio del cine clásico que de una película que transita registros inciertos como Cerro Bayo. Por suerte, el desenlace de Inés, donde el guión pretende cristalizar al personaje y hacer más nítidos sus contornos, no termina por arruinar la hermosa ambigüedad con la que Galardi la presenta durante toda la película. Como en Amorosa soledad, Efrón repite un tono actoral anfibio, dispar, que siempre parece escaparse de un estilo interpretativo netamente tradicional. Su cuerpo entre añiñado y adolescente, la experiencia sexual incierta del personaje (tuvo relaciones pero nunca un orgasmo), sumado al lenguaje y el habla levemente extrañados de Efrón hacen de Inés una criatura increíblemente simpática y misteriosa que, podría suponerse, está poco preocupada por las moralejas.