¡No ves que sos mi semejante!
El guión quiere y respeta a esos personajes que construyó y los muestra sin preferencias ni jerarquías, dándoles un espacio para hacer y ser, con la oscuridad y la luz que todos portamos.
Al pie del Cerro Bayo los lugareños de un pueblo del sur argentino viven a la espera de la temporada alta, y el turismo que deviene de ella, como si fuera la única posibilidad de trascendencia. Ese comienzo puede significar el cielo o el infierno. Todo el resto del año gira alrededor de ese instante, de ese breve momento. El conocido dicho popular de “pueblo chico, infierno grande” se despliega en Cerro Bayo desandando los clisés y dando cuerpo y carnadura real a los estereotipos humanos.
Los Keller son una familia bastante clásica: madre, padre, dos hijos y una abuela viuda. Se quieren como pueden o como son capaces de expresarlo, se acompañan, se llevan. Algunos más, otros menos. Cuando la abuela intente quitarse la vida y acabe en coma, cada integrante se despabilará un poco, apenas un poco, (no hay -inteligente mirada- como en la vida cambios fundamentales resueltos de la noche a la mañana), y la llegada de la otra hija, “la que vive en la Capital”, ayudará al movimiento. Eso y un supuesto dinero ganado en el casino por la anciana matriarca y sobre el que varios de ellos depositan la concreción de sus sueños.
La directora Victoria Galardi (en su primera incursión en solitario, su opera prima Amorosa soledad fue firmada en conjunto con Martín Carranza) maneja con mano experta una trama que envuelve al espectador en una historia pequeña, de esas que se nutren de los detalles haciéndolos pistas, pero también prueba de una cotidianeidad que se respira con suma naturalidad, y que sedimentan al ir decantando el tiempo.
Preferencias maternas, diferencias entre hermanos, (in)comunicaciones familiares, futuros triunfantes, fracasos no asumidos, diferencias económicas, amores contrariados, valores cambiados, miedos, reproches, envidias, sueños rotos, realidades negadas. Todos estos tópicos, y más, se desarrollan en la película sin tener que recurrir a frases hechas, parlamentos altisonantes, momentos reveladores o bajadas de línea. Con la sapiencia de la comedia para hablar de “temas importantes” sin empuñar el dedo pedagógico ni moralizador. Y sin apostar a la abundancia de las explicaciones justificatorias o los orígenes de los conflictos que simplemente se plantean en una oración o un gesto o un silencio. Logro de un excelente guión, trabajado para conseguir su verosímil, y de un equipo actoral que no desentona en ningún momento. Cada aporte suma a la totalidad sin que se diluya ninguna individualidad ni sus particularidades.
El guión quiere y respeta a esos personajes que construyó y los muestra sin preferencias ni jerarquías, dándoles un espacio para hacer y ser, con la oscuridad y la luz que todos portamos, con esas mezquindades egoístas y pequeñitas que nos hacen odiosos y con esos arrebatos de amor que nos salvan. Cómo no comprender la tristeza de ya no ser dos de Juana (Gleijer), o el dolor de Marta (Barraza) ante la pérdida, o la necesidad de la negación de Mercedes (Llinás) por lo que no fue, o la adolescente creencia de alcanzar el logro sin medir la entrega de Inés (Efrón). Y también está Eduardo (Arengo) con una excesiva pulsión al trabajo y el resultado económico como sostén y seguridad y Lucas (Pérez Biscayart) replicando, sin darse cuenta, lo que detesta de su padre en sus mismos sueños, y uno los entiende. Pero sin ser satélites ni prescindentes, los hombres del filme no son centrales. Son ellas (sin convertir el filme en un panegírico feminista) las que entretejen los hilos de la narración y las que buscan y las que detrás de cierto conformismo ocultan una elección y las que se niegan a creer que lo que hay es únicamente lo que hay. Y tienen razón.