Larga vida a los Taviani
A la luz de los cambios narrativos y formales que ha atravesado el cine como medio expresivo en los últimos años, directores como los hermanos Paolo Taviani (1931) y Vittorio Taviani (1929) se ven extraños, como artistas desvelados en mantener encendidas llamas a punto de extinguirse. Ha ocurrido también con otros directores como John Huston o Akira Kurosawa, quienes, al seguir filmando –sin apuro, fieles a sí mismos– pasados los ochenta años, conservan en sus últimas películas una mesura, una dignidad y una sabiduría que terminan volviéndolas misteriosas en el contexto.
Es lo que ocurre con César debe morir, realizada con una claridad conceptual, un desdén por artilugios de moda y una visión humanista que, indudablemente, el cine va perdiendo (si bien, al mismo tiempo, va ganando en otros terrenos). La idea inicial es registrar los ensayos de una representación teatral de la obra Julio César de William Shakespeare por un grupo de internos de una prisión de máxima seguridad, aprovechando la verdad que pueden encontrar en ella esos actores espontáneos que conocen muy bien –porque lo han vivivo o sufrido en carne propia– la furia de la venganza, la fuerza del perdón, la indignación ante el engaño, la cercanía de la muerte. A través de ellos, los directores no sólo buscan resignificar el texto original sino también demostrar cómo el arte puede mitigar carencias.
Y, aunque aquí casi no hay exteriores, mujeres ni demasiado espacio para esa experiencia gozosamente física que contenían películas como Padre padrone (1977), La noche de San Lorenzo (1981), Kaos (1984) e incluso –aunque en menor medida– otras más recientes como El sol sale también de noche (1990) y Tú ríes (1998), se perciben singularidades que permiten reencontrar el espíritu de los Taviani: de hombres que sueñan, añoran, sufren o se unen para lograr un objetivo está hecha su obra. Coherencia que permite ver en estos presos curtidos que encuentran en el teatro una forma de liberación ecos de aquel Gavino de Padre padrone, maravillado por la música que un acordeonista pasaba interpretando por el inhóspito paraje donde vivía.
Hay otros detalles que también indican que no se está ante realizadores anodinos. La presentación de cada uno de los presos-actores se hace con un primer plano de sus rostros acompañado de un texto escueto informando cuáles son sus condenas y por qué delitos, momento al que los Taviani logran darle un soplo de tristeza con la música de una armónica de fondo, interpretada por uno de ellos. En otra secuencia, los directores sugieren un “diálogo” entre dos reclusos que ensayan sus parlamentos en sus respectivas celdas con un paneo que lleva de una puerta a la otra. No hay cámara en mano ni tampoco flashbacks para salir del ámbito opresivo de la prisión: en este sentido, los recuerdos de momentos vividos afuera son maravillosamente sugeridos con una mano acariciando una butaca en la que podría estar la mujer amada, o con la nostálgica mirada al paisaje de un cuadro que se hace repentinamente más tangible.
Por lo demás, César debe morir abunda en argucias para desafiar los límites entre documental y ficción, teatro y cine, arte y testimonio, la Roma antigua y la actual, el ceremonioso peso del texto shakesperiano y la brusquedad casi infantil de los reclusos. Dentro de ese juego de cajas chinas (ocasionalmente llevado por la música al clima de un antiguo policial), afloran las íntimas preocupaciones de hombres comunes, a quienes en el film nadie defiende pero tampoco ataca, los mismos a los que, después de la exitosa representación teatral, se los ve volviendo a sus celdas mientras el público sale jubilosamente a la calle. “Deberían llamarnos guardiantes del techo” se le escucha decir en off, en algún momento, a uno de ellos acostado sobre su cama, en medio de otras reflexiones de sus compañeros, un poco como las de aquellos chicos en el aula de Padre padrone: el cine de los Taviani vuelve a ser un medio para hacer oír los reclamos y sentimientos ocultos en el corazón de los seres humanos.