El valor de la fuerza humana, los poderes del arte
La última película de los Taviani obtuvo un justo reconocimiento en términos generales, sin embargo, los elogios no pueden disimular cierto sesgo racionalista en gran parte de la crítica local a la hora de referirse a ella con expresiones tales como “docuficción”, “proyecto atípico” o “experimento”, los cuales atentan contra la fuerza que tiene y las implicancias ideológicas que conlleva. César debe morir es una libre recreación del Julio César de Shakespeare y está filmada en una cárcel de alta seguridad en Roma, llamada Rabbibia. Allí, los internos seleccionados en un desopilante casting interpretarán la obra ante un auditorio. Esta información la conocemos a los cinco minutos, ya que la primera secuencia es el fragmento final del clásico shakesperiano, en colores. Inmediatamente se abandona (por fortuna) la idea del teatro filmado y se produce un descenso a “la realidad”: el regreso a las celdas. Cambio a blanco y negro, seis meses antes; los preparativos y las etapas ganan terreno para asistir al largo camino hacia el estreno. Se inicia el drama.
Uno de los aciertos notables es la actitud política que la película evidencia en términos de adaptación cinematográfica, metiéndose nada menos que con una larga tradición de fiascos basados en la obra del gran dramaturgo inglés, más apegados al texto literario que a las posibilidades fílmicas. Los Taviani son lo suficientemente inteligentes como para potenciar en esa cárcel (que es un mundo también) los recursos con los que trabaja el cine para trasladar la fuerza del texto dramático y traducirla con imágenes. En este sentido, la idea de espacio escénico se multiplica y se enriquece en un juego de ensayo y performance constante por los pasillos, las celdas, los descansos, la biblioteca y el patio, filmados desde diversos ángulos. La secuencia de la muerte de César es el punto culminante de este procedimiento y es la concreción de lo que uno siempre hubiera querido ver en pantalla (¿cuánto habría evolucionado la relación entre la literatura y el cine si hubieran proliferado mucho antes películas como ésta y no ilustraciones para conquistar mercados?). Qué mejor espacio que la cárcel con sus paredes sucias, sin decorados estridentes, que la misma experiencia de los que habitan circunstancialmente ese lugar, para actualizar a Shakespeare, para destacar su vigencia y su humanidad, frente a tanta perorata de guiños cultos y solemnidad de voces altisonantes. Tal vez, con el correr de los siglos, nos dimos cuenta de que lo peor fue sacar al genial William de las calles.
Calificar lo anterior como “una suerte de experimentación” es escamotear la honestidad política de la película, lo que nos está diciendo en relación al camino que puede tomar el cine sin necesidad de quedar en un rango inferior ante la literatura, aceptando que son lenguajes diferentes.
La otra cuestión pasa por lo genérico. Los críticos dedican gran parte del tiempo a consagrarse a los rótulos (que docudrama, que docuficción) y algunos manifestaron cierta incomodidad en aquellas escenas donde los presos actúan de sí mismos. Así, por ejemplo, mientras descansan por la noche, se activan sus pensamientos (monólogos) sobre experiencias vividas. No deja de ser un dato menor porque si bien hay aspectos en la película que dejan colar el peso de lo real (carteles con los nombres y las condenas), en todo momento el artificio se hace presente: los personajes miran a cámara, son conscientes de ello, los espacios cotidianos se resignifican para que la intensidad dramática no se pierda y la misma cárcel va cediendo su condición para transformarse en un universo estético con reglas propias. El mismo desarrollo de la preparación de la obra se condice con los momentos climáticos de una tragedia. Por ende, no hay necesidad de preocuparse por los límites entre la ficción y el documental, porque la película se conecta con el tópico barroco del mundo como teatro y es clara en su voluntad por desdoblar los niveles de representación para tal efecto, y para acentuar un continuo transcurrir onírico, como si se tratara del Segismundo de La vida es sueño reencarnado en todos esos seres.
Por último, se podría hablar del gesto más noble, el que involucra repensar la cárcel como una institución perfectible, donde el arte también sea una vía de escape, de salvación, o una práctica guiada por un sentido democrático y colectivo. Uno de los personajes dice hacia el final (también actuando): “Desde que conozco el arte esta celda se ha convertido en una prisión”. La sentencia se vincula con un ideologema de los directores: vivimos en una época donde debemos ser conscientes más que nunca del valor de la fuerza humana y del poder revolucionario del arte. A continuación, para contrarrestar la mirada resignada del presidiario, nos enteramos en los créditos finales de un pequeño pero hermoso triunfo: muchos de ellos han publicado libros o han estudiado teatro, es decir, han podido expresarse, gritar su humanidad. Es el único momento real que importa.