Cesare deve morire
Por Mónica Acosta
Cesare deve morire. 76 min. Dir. Paolo y Vittorio Taviani Italia, 2012
Los hermanos Paolo y Vittorio Taviani en su mejor juventud: una perfecta síntesis de sus búsquedas estéticas y políticas en su último filme.
Llega, como tantas películas, con muchos premios, entre ellos, el Oso de oro de Berlín, el premio del Jurado Ecuménico, El David de Donatello al Mejor director, montaje, película, productor, tomador de sonido en vivo, fotografía, músico, guión, entre otros, y hasta una nominación para el Oscar.
Acostumbrados a ver pasar películas premiadas, solemos escatimar adjetivos que a menudo sobran en un mundo, el cinematográfico, que a veces parece agotado de tantos festivales y tantas prensas que suelen formar parte subsidiaria, pero que hoy se han transformado en lo más importante del cine, como si este metièr hubiera llegado a su fin y ya no tuviera fuerza propia para hablar de sí mismo.
Pero no, todavía hay ‘tavianis’ por ahí, y por suerte para nosotros, ha llegado un filme que supera todas las síntesis de sus apuestas estéticas y políticas de todos los tiempos, las propias y las del resto de un cine que -en palabras de Ricardo Manetti, uno de los anfitriones del BACI, 2da edición del Festival de Cine Italiano que se realiza desde el miércoles 5 hasta el domingo 9 de diciembre en Buenos Aires- ha sido tan importante no sólo para generaciones y generaciones de nuestro público, sino fundamentalmente para todos aquellos directores argentinos que se han formado en la escuela del Neorrealismo Italiano, y que –ya en palabras propias- han hecho de nuestro cine algo más que un juego estilográfico volátil y burgués, superando las posibles influencias del cine francés de los sesenta, para terminar formando una serie de estéticas, poéticas, políticas, narrativas fundantes del cine argentino -y a las que no estaría nada mal, volver a rever, repensar, resignificar, desde la experiencia actual- tal como lo están haciendo estas cinematografías, en un tiempo centrales, y que hoy buscan en la expresión de su aldea, de su dialecto y de su cine regional, una vitalidad perdida en los últimos años, y que hoy se muestra emergente.
Cuando veía por segunda vez la película (la primera por la mañana, en el Cine Cosmos, la segunda por la noche del miércoles, en el Cine Teatro Coliseo), no pude dejar de pensar en Favio y su último Aniceto. Algunos directores, con la vejez, se agotan. Otros, como el caso de Favio y de los hermanos Taviani, llegan a una síntesis en sus diálogos, en las expresiones de sus actores, la fuerza de las acciones dramáticas, el ascetismo de las locaciones, la potencia de la música elegida, los silencios, las miradas, los tiempos del montaje, la estructura dramática del film, la puesta de cámara, la unión entre decisiones estéticas y convicciones políticas, que hacen que una película, en nuestro líquido siglo, vuelva a inscribirse en el único relato posible para nuestros tiempos: el arte.
Hay en un suburbio de Roma, sobre la Via Tiburtina, una cárcel de máxima seguridad, la cárcel de Rebibbia. Allí van a parar todo tipo de criminales que, a diferencia de Aniceto, no son simples ladrones de gallinas. Son, al decir de muchos habitantes de nuestro siglo ‘lacras sociales que merecerían la pena de muerte’, la peor muerte, la peor venganza del ‘ciudadano común’, del ‘buen vecino’, del ‘hombre que merece’ que el estado se ocupe de su seguridad y no de la seguridad de ‘esos criminales que ya no tienen remedio’.
Paolo y Vittorio Taviani eligieron filmar dentro de la cárcel con esos ladrones, asesinos, traficantes de drogas, participantes de las más terribles vendettas a la italiana, y lograron un filme que es uno de los más bellos, más realistas, más poéticos, más perfectos que este ojo haya mirado.
¿Por dónde empezar a hablar de este film?
En principio, explicando que en la Cárcel de Alta Seguridad de Rebibbia hay un director de teatro, Flavio Cavalli, que hace teatro con los reclusos. Pero no un teatro cuya primera finalidad es la terapéutica, sino un teatro en todas sus palabras y formas: los criminales hacen obras de William Shakespeare, las estudian, las ensayan, las preparan, las montan y las estrenan para el público que los va a ver, los aplaude, se emociona con ellos, y después, el burgués gentihombre, sale y se va conmovido por lo que acaba de ver, rumbo a su casa, o al restaurante, o a perderse en las calles de Roma; mientras los reclusos vuelven, acompañados por las policía penitenciaria de la sección de máxima seguridad, a sus celdas, a veces individuales, en general, compartidas.
“CESARE DEVE MORIRE” (2012) es el film que Paolo y Vittorio Taviani han dirigido sobre la tragedia Julio César de Shakespeare puesta en escena por un profesor y director de teatro que trabaja con los presos: desde la propuesta, el casting (una de las mejores escenas del cine italiano actual, en la que todo tipo de bordelines que suele habitar esos lares, despliega sus capacidades cómicas y trágicas, mostrándole al mundo, tal vez, demostrándole, que si hubieran podido nacer en otras circunstancias, habrían llegado a ser no menos que un Marlon Brando para el star system, y podrían estar recibiendo miles de aplausos, al mismo tiempo que miles de dólares), los ensayos, los quiebres de los personajes-sujetos de la palabra, la puesta, el estreno, los aplausos, la vuelta a la habitación cerrada de la cárcel, la soledad que entra cuando todos se acuestan y miran el cielorraso, con la seguridad de que jamás, o demasiado tarde, podrán salir de allí.
Pero no han nacido donde han debido, sino en “Roma, ciudad de la vergüenza” -al decir de Cassio según Shakespeare- cuyo hombre que lo representa, un asesino que tiene cadena perpetua, se confunde y dice -“Nápoles, ciudad de la vergüenza”, al mismo tiempo que pide disculpas durante el ensayo, porque dicho en su dialecto, en su lenguamadre, Roma es como su Nápoles natal, la mierda de la que él salió, y ahora, tal vez gracias a otro marginado inglés que le antecedió en quinientos años, recién ahora, él lo sabe.
El film es la historia de un complot, del asesinato de César en manos de los senadores romanos, y de la traición de su hijo-ahijado más amado, Bruto. El personaje del traidor es representado por Salvatore Striano, un convicto que ha cumplido su pena y que hoy es uno de los mejores actores italianos, alejado de la belleza líquida de los jóvenes actores actuales, y cercano al pathos original de la escena griega-inglesa-italiana. Striano ha enviado una nota a los argentinos que podamos acercarnos al festival, dice que nos quiere porque quiere a Maradona, y que el arte lo ha salvado. La nota es leída por Giovanna Taviani, joven hija-directora que también participa del festival.
Las palabras de los personajes clásicos: Cassius, Marco Antonio, Ottavio, Bruto, Julio César, dichas en dialecto, libera a estos hombres de todas sus ataduras y remite el film a las búsquedas estéticas universales del cine italiano: volver al dialecto como lengua de la realidad, como lengua que expresa la verdad en cine: Visconti, Rossellini, Pasolini, Taviani…
Al final, Cassio, el promotor del asesinato, afirma: “Nada volverá a ser como antes”, en una cita que asume un valor real, meta-teatral, metafísico… y sigue: “Ahora que he conocido el arte, esta celda se convirtió en una cárcel.” La verdad asoma todo el tiempo en un juego de contrapunto entre los que estos hombres representan en la obra, representan para la sociedad, para sí mismos, para nosotros, para todos los ávidos de seguridad en un mundo infame.
“Si pudiera arrancarle el espíritu sin destrozar el pecho” -repite Bruto cuando piensa en el asesinato de César, e inmediatamente entra en la duda de todo su ser: ¿por qué cuando se arrabbió, no intentó pensar que tal vez, podía cambiar un espíritu, sin matar? Pero se reprime y enuncia su convicción audaz, la que lo hace ser quién es, Bruto-Striano: “La justicia no es un matadero. Esto no es un asesinato, sino un sacrificio que el pueblo agradecerá”.
“CESARE DEVE MORIRE” es uno de los más expresivos, ascéticos y verdaderos filmes de esos tiempos aciagos en los que la sed de justicia se torna a veces, sed de mal. Los Taviani, por razones de edad y salud no han podido venir, pero uno de ellos nos ha enviado un saludo filmado que se proyectó antes del filme. Allí recuerda la venida de los hermanos a Buenos Aires, cuando recién comenzaba la democracia. Nos regala un recuerdo en el que narra el estreno de “La noche de San Lorenzo” (1982), la identificación entre una Argentina que quería liberarse de las ataduras dictatoriales y el personaje colectivo de ese sentido filme. En su recuerdo evoca a una mujer cualquiera conocida en ese momento, una tal, sensual y bella Coca.
Ayer, viendo un documental sobre Oscar Niemeyer, un periodista le preguntaba qué era lo más importante de su vida, y el arquitecto, miembro de esta generación de grandes artistas que nos están dejando o están entrando en el momento final de sus vidas, le contestó, riendo y gozando de su respuesta: ‘La mujer’.
Hay que tener un poder de síntesis de la experiencia propia y ajena superior para dar esas respuestas, después de haber creado el siglo XX en imágenes que ya son parte del siglo y de nuestra memoria, y que, si no fuera por estos filmes que a veces aventuran, ya hubiéramos olvidado que el cine llegó para seguir quedándose entre nosotros, a pesar de todo: “CESARE DEVE MORIRE” (2012) de Paolo y Vittorio Taviani, es uno de los más bellos filmes políticos de este siglo XXI.