Tragedia a puertas cerradas
Detrás de esos personajes, inclusive detrás de esos actores, hay hombres con nombre y apellido, convictos que encuentran la libertad en las palabras que cuatro siglos atrás ya había puesto en sus bocas y en sus conciencias William Shakespeare.
Las suspicacias y la desconfianza se palpaban en el aire antes de la primera proyección de Cesare deve morire en el Festival de Berlín del año pasado. Los autores de films fundamentales de los años ’70 y ’80, como Padre Padrone y La noche de San Lorenzo, parecían casi inactivos desde hacía más de una década, desaparecidos no sólo de las carteleras sino también del circuito de festivales. Pero no tardaron en demostrar que estaban en excelente forma, con un proyecto tan atípico como logrado: el registro de los ensayos y la consiguiente representación de una de las grandes tragedias históricas de Shakespeare, Julio César, según un grupo de internos de la prisión de máxima seguridad de Rebibbia, en Roma. Y el Oso de Oro de la Berlinale fue su recompensa.
La película de los Taviani empieza por el final, con el último acto de la obra, representado en el teatro de la cárcel, con familiares y público en la platea. Pero ese registro en colores cede a un espléndido blanco y negro cuando un cartel informa “Seis meses antes”. Y a partir de allí se asiste a la gestación del espectáculo, desde la primera lectura del texto y el reparto de personajes hasta los ensayos, pasando por las presentaciones del caso, por supuesto. ¿Quiénes harán de César, de Bruto, de Casio, de Marco Antonio? Un integrante de la camorra, un convicto por asesinato, otro por tráfico de drogas, un cuarto por robo a mano armada. Nadie esconde nada: los espectadores del film saben, desde un comienzo, cuando son presentados a cámara, por qué esos hombres están allí, recluidos. Y sin embargo se produce un extraño milagro: en las voces tronantes, en los rostros curtidos, en las manos temibles de esos convictos las pasiones de las que hablaba Shakespeare cobran una vida impensada, que parece superar en convicción y verdad a la que pudiera proponer el mejor actor.
Claro, todos ellos saben, por propia experiencia, de qué trata la obra. Todos han experimentado –y de alguna manera siguen experimentando en la cárcel– la lealtad y la traición, el miedo y la ambición de poder, la violencia y la muerte. Al fin y al cabo, Shakespeare escribió sobre Roma y sus hombres. Y cuatro siglos después, estos internos de Rebibbia, filmados en sus calabozos, siguen siendo prisioneros de los mismos sentimientos. Es curioso, a su vez, contrastar esta experiencia con las de Jean-Marie Straub y Danièlle Huillet también en tierra italiana: mientras los autores de Othon siempre trabajaron a partir del distanciamiento brechtiano, los Taviani (también de formación marxista, pero finalmente italianos) privilegian en cambio –a pesar del blanco y negro, de las rejas y de los guardias, siempre presentes– la inmersión en el texto, la pasión, la catarsis.
Esta decisión no impide, sin embargo, que los Taviani recurran en determinados momentos a una típica “puesta en abismo”, ese procedimiento narrativo que consiste en imbricar una narración dentro de otra, desnudando los cimientos de la estructura dramática. Sucede por ejemplo en la escena en que César (el imponente Giovanni Arcuri) y uno de sus lugartenientes, Decio (interpretado por un convicto argentino, Juan Bonetti), se expresan sus resentimientos. Allí los personajes de pronto se salen del texto de Shakespeare y comienzan a manifestar la animadversión que se tienen los reos. Ya no hablan César y Decio sino Giovanni y Juan. Pero, ¿acaso no se están interpretando a sí mismos, según el guión preparado por los Taviani?
César debe morir sabe sacar el mejor provecho no sólo de los rostros curtidos y el histrionismo natural de los reclusos –que dicen sus líneas en sus propios dialectos: napolitano, siciliano, apuliano– sino también del opresivo ambiente de la cárcel misma. Los corredores estrechos, las celdas exiguas, el angustioso patio de recreo de la prisión se convierten en la mejor escenografía para dar cuenta del complot que se cierra sobre el Emperador.
Pero al mismo tiempo que el espectador se compromete emocionalmente con la tragedia, no puede dejar de recordar, a cada paso, en cada escena, que detrás de esos personajes, inclusive detrás de esos actores, hay hombres con nombre y apellido, convictos que encuentran la libertad y la redención en las palabras que cuatro siglos atrás ya había puesto en sus bocas y en sus conciencias William Shakespeare. Como reflexiona uno de los reclusos, en la soledad de su calabozo: “Desde que conozco el arte, esta celda se ha convertido verdaderamente en una prisión”.