Correrse al centro de la propia escena
En su ópera prima, Florencia Percia muestra a una pareja en la que el hombre apenas le presta atención a la mujer, hasta que ésta rompe el cascarón en el que vive a un costado.
El realizador argentino Martín Rejtman (Rapado, Los guantes mágicos, Dos disparos) goza del infrecuente privilegio de haber convertido su apellido en adjetivo, gracias a lo inconfundible y peculiar de su estilo. Se dice que una comedia es rejtmaniana cuando tiene una visión vitriólica del mundo, pero asordinada. De modo que ese vitriolo nunca aparece en estado puro sino atenuado, tanto como un sentido del absurdo que nunca es directo. Opera prima de la realizadora Florencia Percia (1964, graduada en la Universidad del Cine), Cetáceos es rejtmaniana, pero no al punto de ser meramente derivativa. Hay en las películas de Rejtman una desolación de fondo que aquí no se constata, tanto como una suerte de soledad radical, existencial, que aquí tampoco. Rigor existencial que se corresponde con el de la puesta en escena y que en el caso de Percia aparece flexibilizado, menos espartano. Considérese entonces a Cetáceos, si se quiere, una comedia rejtmaniana menos radical. No por eso menos coherente, redonda y lograda.
Alejandro sabe lo que quiere y lo resuelve rápido. Recién mudado junto a su mujer Clara, en la escena inicial toma un jarrón, lo coloca en el centro de una mesa ratona, lo mira y le parece perfecto. Clara titubea, no sabe bien qué decir, parecería que más bien no sabe qué opinar. Apenas atina, como para cumplir, a agregar un cenicero que es como que pide permiso para compartir la mesa con el florero. Como el florero, Alejandro ocupa el lugar central de la mesa imaginaria que comparte con Clara. Ella es como el cenicero, ubicándose en el costadito del lugar que Alejandro deja sin ocupar. Alejandro es el centrado, y Clara, la descentrada, la que no se sabe muy bien dónde está parada ni qué quiere. Sin embargo, Cetáceos está vista desde los ojos de ella, no de él.
Elisa Carricajo, actriz de formación teatral, es miembro estable de la troupe cinematográfica de Matías Piñeyro, para quien viene actuando en todas sus shakespereadas. Junto a sus colegas y amigas Pilar Gamboa, Laura Paredes y Valeria Correa, Carricajo actúa también en la postergada La flor, de Mariano Llinás. Carricajo tiene unos ojos muy celestes, que pueden volverse tan fríos como el hielo y tan ausentes como la parte de un iceberg que queda fuera de la vista. En un corto incluido en Historias breves 12 (2016), Carricajo hacía de mujer-robot, y gracias a esos ojos y esa mirada resultaba tan convincente como nadie más podría serlo. Aquí, durante la primera parte de la película, el rostro de Carricajo vuelve sobre esa composición robótica, quedándose, en más de una ocasión, dura, como imantada, con una semisonrisa inmutable y lejanamente idiota. Como si su yo estuviera muy, muy lejos.
Lejos y ausente está Clara cuando se comunica por Skype con Alejandro, que viajó a Bologna para participar de un simposio en el que presenta una ponencia, que lo tiene muy inquieto. Segundo gran acierto de casting, es imposible imaginar a alguien más apropiado que Rafael Spregelburd para hacer este papel de tipo canchero, destinado al centro de la escena, lugar que domina con fluidez y sin esfuerzo. Narciso, pero por lo que puede verse no al punto de desconsiderar por completo a su mujer (gran acierto de concepción, no hacer de él un monstruo completo y despreciable, lo cual hubiera hecho todo más fácil y más obvio), Alejandro es uno de esos tipos que monologan naturalmente, de puro entusiasta. A Clara la escucha pero hasta ahí, hay momentos en que le pasa por encima como un camión a un cochecito de juguete. Lo que está fuera de toda duda es que no la ve. No ve su turbación durante la escena del florero, no ve que está en otra cuando hablan por Skype, no la ve incómoda y desinteresada.
La manera que encuentra Carla de protegerse es no contar nada de lo que hace, esconderlo, mentir sin tapujos. “Estuve vaciando los canastos de la mudanza”, dice, y los canastos están ahí, llenos de cosas. De a poquito, con dificultad, por obra un poco del azar, de la insistencia del otro y de su propia necesidad, Carla irá rompiendo ese cascarón en el que vive a un costado (otro detalle inteligente, Carla no es ama de casa sino profesional, trabaja en lo suyo y lo suyo está bueno, como que está a cargo de una serie de ediciones en una carrera de Sociales) y se irá corriendo hacia el centro de su propia escena. Guionista de la película, Percia es lo suficientemente fina como para no cerrar su historia con moño de regalo, haciendo de ella una nueva versión de la fábula de la mariposa. Por otra parte, el absurdo rejtmaniano que flota en toda la película parece recordar que el centro absoluto no existe, que las propias cosas están descentradas y así seguirán.