Oda a la canción
“Uno no hace la música que le gusta, hace la música de la que uno está hecho”, dice uno de los setenta músicos entrevistados en Charco: Canciones del Río de la Plata, documental sobre la hermandad de la música rioplatense que, además de tener una curaduría que sabe escaparle a lo esperable (otorgándole, por ejemplo, un lugar importante a un hit como la fenomenal La Guitarra de los Decadentes), se hace fuerte en la elección de las frases. Pequeñas trompadas de sentido que se hilvanan a través de un montaje riguroso y criterioso. Sentencias de sabiduría popular entrelazadas con la música de los barrios, de los cordones, de acá y de allá, del otro lado de un charco que no se pretende borrar pero que se hace difuso. Buenos Aires y Montevideo se funden como una aleación de metal y generan un tercer espacio, como antes de los límites de manual, una vieja y nueva dimensión donde el charco es eso, una expresión acuática minúscula. Y los acentos y los cantos y los acordes borran los pocos kilómetros. Charco es una aventura audiovisual del consagrado ingeniero de audio Andrés Mayo, quien incursiona por primera vez en el cine (al menos desde un lugar diferente a su trabajo en bandas sonoras) y lo justifica apelando a su costado curioso: “soy un tipo inquieto” dice sonriendo, y nos recuerda que había producido una serie de siete DVDs sobre tango que terminaron siendo un disparador de este documental que llevó seis años de trabajo en terminar de materializarse: “sentí que hacer una película era una forma de reflejar la cultura musical rioplatense de una manera diferente a la que se puede hacer con un disco. Al principio nos quedamos sin un mango y fue muy difícil continuar sin el apoyo de una organización, eso explica un poco el tiempo que tardamos en terminarla. Después conseguimos el subsidio del INCAA y fue un empujón importante. Otra cuestión que demandó tiempo fue la dinámica de los viajes entre Uruguay y Argentina”.
Las caras célebres se superponen. La mueca fabulosa de Melingo se cruza con el espíritu nerd de Pandolfo, con la garganta de barrio de Mandrake Wolf, y con la voz suave de Pablo Dacal, que asume su rol de anfitrión sin que haya ruido; sin que la continuidad documental se pierda en sus pasos ficcionados. Charco consigue niveles de emotividad que seguro tengan que ver con las canciones que se interpretan en vivo, pero también con sus verdades de trovador, de payador, de pregón. Si las letras de las canciones anglosajonas a veces no nos importan, acá la poesía importa y mucho. Sean improvisaciones o letras talladas en el corpus popular. Las verdades de café se conjugan con las del cancionero popular, sea éste de ascendencia africana o europea. Compleja o simple. De rock, tango o candombe. Canciones en las que se nota la mano de Mayo: “trabajamos cientos y cientos de horas para limpiar sonido, voces, instrumentos, con trabajo del ingeniero de mezcla, Mariano Fernández, y por supuesto con el mío porque estuve involucrado en todo, revisé cada una de las grabaciones; en el momento que Mariano mezclaba yo le pedía que me mande una mezcla para revisarla, y, después, el pegado de todo eso, que es quizás una de las partes más complejas porque aunque cada canción podía sonar bien, para que tengan una continuidad hubo un trabajo complejo”. Ese trabajo en el plano musical que explica Mayo también se encuentra en la imagen; el ida y vuelta entre las dos ciudades exponen los parecidos de los espacios físicos, de las costumbres, de los rostros y de los ídolos. “Spinetta debería ser una materia” dice Fito Páez refiriéndose a la instrucción musical básica, y Manal también brota en las charlas como sello de calidad y alma del cancionero popular del Río de la Plata, en ese caso, ligado al rock germinal. Charco homenajea a la música rioplatense desde el trabajo minucioso dedicado a cada una de las canciones que suenan en la película, y desde el cariño, no sólo por su objeto argentino/ oriental, sino también por el amor a su formato, al decir de la canción, al poder de su simpleza y al calor de su pasión.