Y ahora algo completamente diferente
Cuando se estrenó Chernobyl, la serie de HBO, el gobierno ruso la atacó con toda la fuerza del aparato oficial: acusó a Estados Unidos de reescribir la historia, dijo que la serie era propaganda política y prohibieron su transmisión televisiva en el país (fue un éxito en streaming de todas formas). Chernobyl: Abyss es la apuesta rusa por apropiarse de una de las peores catástrofes modernas.
En la película no queda nada de la secuencia de hechos que produjeron el desastre, no se ven errores humanos, una cadena de mando blindada ni el encubrimiento oficial y sus consecuencias en el conteo de víctimas. El accidente sucede en off y la película cuenta la historia de Alexey (interpretado por el propio Danila Kozlovsky), un jefe de bomberos al que acaban de mandar a otra región, pero que en su último día en Pripiat se encuentra de casualidad con una exnovia y su hijo. Todo pasa rápido, el hombre se debate entre el deber y la supervivencia, entre el heroísmo colectivo y la salvación individual, y a duras penas opta por lo primero, menos por convicción que por tratar de enmendar su pasado.
Lo que sigue es familiar para los espectadores de cualquier latitud: los obstáculos se acumulan, cada elemento del lugar supone una trampa potencial, la radiación empieza a quemar los cuerpos y las mentes. En un momento, Alexey le pregunta al chico que lo acompaña por los responsables de todo esto, “quiero nombres”, dice. El chico responde que qué sentido tiene preguntarse por eso, el daño ya está hecho, explica mientras vuelve a sumergirse en el agua radioactiva.
Cuando la película empieza se tiene la sensación de estar ante un mundo extraterrestre: Alexey pasea por el barrio junto a su ex y toman un helado, afuera hace un día hermoso, la masa monocorde de monoblocks ofrece una vista agradable, los parques que los rodean están llenos de chicos jugando y de adultos que caminan y toman el sol. El gesto es claro, se trata de oponer una imagen idílica a la representación gris, degrada y asfixiante de la era soviética que hizo Occidente.
Pero la transformación es tan esperpéntica que el gesto se devela como tal, como si la película comunicara abiertamente sus propósitos. Desconozco las intenciones de los realizadores, pero eso nunca importa demasiado: incluso la propaganda más desembozada puede proveer algún placer sensorial más allá de la solemnidad del mensaje oficial. Así las cosas, por momentos la película funciona más como un experimento estético que como una mentira consumada, una especie de sovietismo surrealista, y uno la evalúa en esos términos, de acuerdo con la pericia desigual de las escenas de peligro, o con la displicencia con la que se filma el drama cotidiano, o con la incapacidad manifiesta que muestra Alexey para convencernos de sus reticencias a inmolarse, a pesar de todos sus esfuerzos de Kozlovsky. Rusia ya tiene su versión oficial: nada de lo que allí se dice es verdad, y tampoco es buen cine.