Una de chicas (y tiros)
A simple vista, Chicas armadas y peligrosas resulta una película bien básica: buddy movie con señoritas, una pulcra y obsesiva la otra desordenada y una bomba de tiempo imprevisible, que a pesar de las diferencias -como corresponde al subgénero- terminarán siendo amigas. Claro, uno se hace estos cuestionamientos cuando ve una buddy movie o una comedia romántica, pero no cuando ve un dramón sobre una tía que muere de cáncer. ¡Todas las películas de tías que se mueren de cáncer son iguales! O las de iraníes o taiwaneses con correspondientes planos largos y sin diálogos. A esta altura del Siglo XXI venir a preocuparse por lo reconocibles o no que resulten los resortes que articulan una película es ya un reclamo demodé; ser policía del Comando de la Originalidad es una pérdida de tiempo absoluto. Paul Feig lo sabe, y por eso sus mejores trabajos tanto en televisión como en cine tienen que ver precisamente con ese revisitar estructuras ya montadas ante los ojos del espectador cientos de veces y buscarles una vuelta de rosca interna: Freeks and geeeks con las comedias adolescentes de colegios secundarios, Damas en guerra con la típica guarrada masculina o esta Chicas armadas y peligrosas con la pareja despareja vienen a usufructuar esa habitualidad del ojo del que mira a ciertos códigos narrativos para, desde ahí, modificar aspectos mínimos que en el global generan grandes cambios. Por eso, Chicas armadas y peligrosas funciona mucho en el después, cuando uno la piensa y descubre sus toques distintivos.
Lo particular en Feig es que si bien sabemos de antemano que las películas de policías diferentes que se terminan complementando pertenecen al universo masculino, no está recargando las tintas continuamente en que sus dos protagonistas son mujeres. Tampoco pasaba eso en Damas en guerra, donde la comicidad no tenía que ver con que las mujeres podían hacer cosas de hombres, sino precisamente en revelar que el universo femenino podía ser tanto o más desenfadado que el masculino -o al menos que el prototipo masculino que construye la comedia norteamericana-, tener mucha menos culpa y por eso no perder lo femenino dado a través de la mirada. Porque lo que reluce en el trabajo del director -a esta altura un especialista en chicas, y en diversión también- es cómo construye esos raros momentos de calma, esas transiciones entre chiste y chiste. Aquí su mano sutil se observa con mayor precisión en la escena del bar, en esos diálogos de chicas que pueden ser la más ruda del condado o la más obsesiva agente del FBI, pero cuando están tomando algo en el bar bajan cambios y son dos mujeres charlando, con una mirada femenina coherente, que es además coherente con cada personaje: ser mujer puede ser uno de los trabajos más ingratos si se está inserta en un universo laboral masculino, pero eso no impide por ejemplo burlarse del albino. Si no caeríamos en la más obvia y tonta corrección política, en una pancarta del Partido Feminista.
Si en Damas en guerra Feig articulaba el respeto al punto de vista de sus personajes alrededor de situaciones cómicas insuperables y el humor siempre contenido, introspectivo y anómalo de Kristen Wiig, aquí edifica la trama cómico-policial alrededor de la figura de la siempre explosiva Melissa McCarthy, junto a Wiig la más grande revelación de la comedia de los últimos años. McCarthy construye un personaje rudo, pero sensato (ver su relación con la violencia), carente de afecto familiar pero no por eso negada al deseo: mientras la frígida agente de Bullock se resiste a cualquier insinuación de un colega, McCarthy va revelando escena tras escena una serie de amantes a los cuales utiliza vilmente. En cualquier otra película las cosas hubieran sido al revés (ahí la grandeza de Bullock, de saberse la estrella pero no por eso impedir el lucimiento de su partenaire), y nos reiríamos de la desgracia de “la gorda”, pero en el universo Feig las cosas son justas y lógicas. Incluso en las resoluciones: en la reciente Ladrona de identidades, McCarthy oficiaba también como un todo anómalo que se iba normalizando sobre el final. En Chicas armadas y peligrosas no existe tal cosa, porque el foco del cambio está puesto en cómo aquello autocontrolado logra descontracturarse. Hacía tiempo que una comedia no se sostenía en dos personajes tan sólidos como Ashburn y Mullins, antes que en las situaciones. El final de Chicas armadas y peligrosas no obliga a los personajes a hacer nada que no hayan buscado o deseen, porque en definitiva lo que le interesa al director del “a pesar de las diferencias terminarán siendo amigas” es efectivamente ese “ser amigas”. Cómo lo logran y para qué.
Lo que se nota también en Chicas armadas y peligrosas es que todos trabajan. Bullock y McCarthy construyen a sus personajes a partir de la evidente química entre ellas, pero también a través de un proceso creativo que incluye posturas, formas de decir. Esto hace que no puedan existir otras Ashburn y Mullins que no sean Bullock y McCarthy. Y por otra parte Feig, que a sabiendas de las dos estupendas actrices que tiene ante sus narices, monta todo tipo de situaciones para el lucimiento de ambas pero sin que ese protagonismo anule el potencial de la comedia. Por ejemplo, para ser una comedia de acción la violencia es bastante gráfica y física. Hay mucho de absurdo, toques escatológicos, vulgaridades y una secuencia de cena familiar que bien podría venir de alguna película de David O. Russell y no desentonar. Y aunque parezca contradictorio, Chicas armadas y peligrosas es una película muy femenina, muy de girl power, pero que dice -no sin polémica- que el lugar que uno ocupa se lo debe ganar con esfuerzo.