CHiPs: Patrulla Motorizada Recargada (CHiPs, 2017) es una fiesta. Así de simple. Su vital energía contagia desde los primeros minutos de metraje. Desde hace tiempo llevar al cine series clásicas dio frutos dispares. Desde las poderosas adaptaciones de Brian DePalma como Los Intocables (he Untouchables, 1987) o Misión: Imposible (Mission: Impossible, 1996), pasando por otras más flojas como Los Vengadores (The Avengers, 1998) o Los Dukes de Hazzard (The Dukes of Hazzard, 2005). CHiPs funciona perfectamente. La historia es más o menos así: el detective “Punch” Poncharello (Michael Peña) debe infiltrarse como miembro de la patrulla motorizada para encontrar y desenmascarar una red de delincuentes cuyo líder parece ser parte de la misma fuerza. Para ello se alía a Jon Baker (Dax Shepard), ex astro del motocross que se alista en las patrullas motorizadas para recuperar el amor de su infiel mujer (Kristen Bell). Como todo género o subgénero, en este caso la buddy movie (película de compañeros) es llevada bajo las reglas más clásicas, y en donde mejor se halla (en ese clasicismo). Hay enormes referencias a Arma Mortal (Lethal Weapon, 1987), de Richard Donner (la mixtura de acción comedia, las diferencias “étnicas” de sus protagonistas, la vida sufrida de uno de ellos por haber perdido una mujer, etc.) y como buen relato clásico, el malo, malo (Un enorme Vincent D’Onofrio) es tan incontrolable y poderoso que mete miedo. Tal vez de lo mejor de la película. D´Onofrio encarna a un agente que desde hace tiempo maneja una red de delincuencia cuyo objetivo principal son los camiones de caudales, y si insistimos con las referencias a otras películas podemos citar Fuego contra Fuego (Heat, 1995) de Michael Mann. La mixtura de acción-comedia no es caprichosa: estas aristas convergen perfectamente.
Hace ya un par de años se estrenaba en cines la enorme Pirañas 3D (Piranha 3D, 2011), de Alexandre Aja. En ella encontrábamos una incontrolable fiesta cinematográfica, donde la irresponsabilidad más brutal y autoconsciente cuajaba con un espíritu clase B puro, autorreferente y cargado de una energía old school que nos acercaba a la nostalgia instantánea. CHiPs es en parte eso: una fiesta que invita a la irresponsabilidad cinematográfica sin rendirle cuentas a nadie y, como en Piraña 3D, la mirada sobre el mundo adquiere un prisma de nostalgia “sin ser nostálgica” en su concepción estética, sino en su puesta en escena. Es decir, aquella nostalgia en ambas películas se sitúa en las antípodas de, por ejemplo, Super 8 (2011), de J.J. Abrams donde la misma era inherente por estar ambientada en los ‘80 y tomar recursos narrativos y estéticos de aquellos tiempos. Así la identificación del elemento nostálgico (perdón por la reiteración de la palabra) se hace instantáneamente como experiencia al ojo (Super 8) y no de manera instintiva como cuando se hace desde la puesta en escena como es en el caso de Piraña 3D o la película que abarca este texto, ya que ambas se sitúan en la actualidad (empalmes clásicos, movimientos de cámara, el uso orgánico de los efectos sin utilizar o abusar de la digitalización u otro artilugio moderno, la estructura narrativa, presentación de personajes, principios de simetría, etc.)
Muchos se ensañaron en defenestrar el film de manera injusta, tachándolo de misógino, trillado, vacío, estúpido. El árbol que les tapa el bosque no les deja ver un sinfín de gags políticamente incorrectos, las muy buenas escenas de robos para nada desdeñables, la enorme mirada del malo, malo: personaje tridimensional, de esos que juegan al destino incierto, llevado por un camino erróneo pero que en lo más profundo de su corazón se halla una enorme mirada romántica. Esa mirada, sobre este mundo, bien podría ser la que Belmondo nos regaló en Sin Aliento (À bout de soufflé, 1960), de Jean-Luc Godard. Aun cuando parece casi imposible unir ambos personajes. Eso, por el precio de una entrada, es mucho.