Comandos azules y misóginos en acción.
Podría pensarse en la falta de ideas que aqueja a Hollywood hace años, o en obligaciones contractuales que trascienden el ámbito estrictamente cinematográfico. También en la comodidad artística de partir de un universo previamente delineado o, claro, en el anhelo de que la taquilla devuelva una buena cifra de dólares. Las razones para el resurgimiento de Chips pueden ser varias, pero ninguna justifica el desgano generalizado que sobrevuela los 100 minutos de esta segunda película (hubo una primera a fines del siglo pasado) basada en aquella serie sobre dos policías de la Patrulla de Caminos de California que tuvo casi 140 episodios entre 1977 y 1983 y supo ser furor en la pantalla chica nacional. Furor que difícilmente se repita con esta versión siglo XXI, no sólo porque con el correr de los años su materia prima fue cubierta por un manto de olvido, sino porque se trata una de las comedias menos eficaces en años.
Chips, que para su lanzamiento latinoamericano suma el subtítulo Patrulla motorizada recargada, toma de aquella serie apenas los nombres de sus dos figuras centrales y un aire de comedia policial ochentosa que, sin embargo, nunca termina de condensarse. Michael Peña interpreta a un agente del FBI al que le asignan una nueva identidad (Francis Llewelyn Poncherello, igual que el personaje de Erik Estrada) para infiltrarse en la policía californiana con el objetivo de desbaratar un grupo comando que asalta camiones blindados y cuyo cabecilla, se cree, pertenece a las fuerzas. Igual que diez de cada diez buddy movies, su compañero de aventuras encarna el reverso perfecto: Jon Baker (Dax Shepard) supo ser un as del manubrio en sus tiempos de estrella de motocross, y ahora busca reconquistar a su chica eligiendo la misma profesión que su ex suegro.
Si la carta promete ser poco apetitosa, el plato servido es mucho peor. A fin de cuentas, el film dirigido, escrito y protagonizado por Shepard le suma a la falta de timing a la hora de los remates cómicos, un grado de misoginia insoportable, limitando a sus personajes femeninos al rol de meros objetos recreativos de los protagonistas en el mejor de los casos, o sometiéndolos a burlas y escarnios constantes en el peor. En medio de todo eso hay una trama policial resuelta con un descuido narrativo inhabitual para la industria norteamericana, llena de agujeros y arbitrariedades, además de un par de secuencias de persecución en moto filmadas con la misma despersonalización que las exhibiciones de los X-Games. Igual que en La llamada 3, otra película construida sobre la base de la fórmula y lo probado, brilla la figura del siempre inquietante Vincent D’Onofrio como el malvado de turno. Con un poco de aplomo le alcanza –y le sobra– para convertirse en el único miembro de todo el equipo que se toma en serio una película destinada al olvido.