Las discretas frustraciones de la burguesía
Como con tantas otras reversiones fílmicas, la primera pregunta que surge aun antes de comenzar la proyección de Chloe es “¿por qué?”. ¿Era necesario rehacer Nathalie X, el film de la francesa Anne Fontaine que el guión de Erin Cressida Wilson toma como modelo, si no al pie de la letra, al menos fiel a su esencia? Máxime viniendo de quien viene, el egipcio-canadiense Atom Egoyan, quien a lo largo de una extensa filmografía ha demostrado con creces que su interés es poner en pantalla algunas de sus preocupaciones más personales, del ensayo íntimo y sexual de Exotica a las repercusiones del pasado histórico en Ararat, por citar solamente dos de sus películas más relevantes. Pero teniendo en cuenta que no se trata precisamente de una gran producción de Hollywood, ciudadela dispuesta genéticamente a la remake indiscriminada, dejemos de lado preguntas existenciales que sólo podrían ser respondidas por el más sincero de los productores.
Hay algo que roza el ridículo en Chloe y esto no se relaciona necesariamente con su historia, sus personajes o algunas situaciones puntuales, sino con un tono que alterna el melodrama irónico con el drama psicológico al uso sin conseguir que ninguno de ellos cuaje y tome consistencia. Un Toronto gélido en el exterior y cálido en los interiores calefaccionados hace las veces de trasfondo y símbolo visual del espíritu de los personajes –el film hace uso extensivo de sets y locaciones como cafés, hoteles y oficinas donde proliferan los rojos y marrones mientras por una ventana pueden verse caer los copos de nieve–. Los espejos devuelven constantemente imágenes, otra alegoría de fácil digestión. El consultorio ginecológico de Catherine (Julianne Moore) es blanco, pulcro y moderno, un modelo de orden que en última instancia (se verá más pronto que tarde) es apenas una apariencia. Su matrimonio con David (Liam Neeson), un exitoso músico, está atravesando una meseta que parece ser más profunda que la clásica crisis de la mediana edad, por lo que no resulta descabellado que el miedo a la infidelidad aparezca con cierta virulencia. Entra en escena Chloe (Amanda Seyfried), una call girl dispuesta a aceptar la particular oferta de Catherine: simular un encuentro casual con el esposo para ver si muerde el anzuelo y confirma las sospechas.
De allí en más Egoyan va disponiendo los peones en un tablero de movimientos previsibles, haciendo de los relatos pormenorizados de Chloe de sus encuentros íntimos una suerte de versión siglo XXI de la literatura erótica clásica. Las escenas sexuales recuerdan al softcore artie de los años ’70, con su sexo simulado de buen gusto, bien fotografiado y explícito sólo en apariencia. Al mismo tiempo que la trama avanza, vueltas de tuerca mediante, hacia un inexorable punto de no retorno, el film va mutando sin demasiado tino hacia el territorio del thriller familiar, aquel que gravita alrededor de la familia nuclear amenazada por alguna clase de psicópata que, en última instancia, servirá para desnudar hipocresías, hacer catarsis y unirlos finalmente aún más. Si hay algún componente satírico en todo ello (Teorema, de Pasolini, aparece en la memoria cinéfila) el realizador no lo deja en claro en ningún momento, ahogado por una sobriedad que, por momentos, troca en solemnidad. El trío protagónico entrega usuales dosis de profesionalismo –particularmente Liam Neeson, quien filmó parte de sus escenas luego de la muerte de su esposa, Natasha Richardson, fallecida en medio del rodaje–, pero ello no alcanza para hacer de Chloe algo más que una tibia reflexión sobre la burguesía y sus discretas frustraciones.