Prolijo, ordenado y metódico, así es el comienzo de Chloe. Mediante un montaje paralelo se definen, superficialmente y sobre la base de su oficio o profesión, los personajes: Catherine es una pragmática ginecóloga, David un seductor profesor de música y Chloe una joven prostituta, la única a la que le se ofrece narrar en off algunas características de su trabajo al que, a su vez, se lo esboza con un extraño encanto para sentar las bases del relato: Catherine, sin demasiadas sospechas, decide contratar a Chloe como una especie de carnada para su marido y de esa manera constatar un posible carácter infiel, bajo la absurda lógica deductiva de que si es capaz de engañarla con esta chica, la engañó o engañará con cualquiera.
La trama que se desarrolla desde ese punto de partida es banal, poco atractiva y predecible, especialmente cuando la música no hace otra cosa que anunciarnos el clima de la escena. Y aunque los relatos eróticos con los que Chloe le cuenta sus encuentros con David a Catherine, o la escena de sexo lésbico, lavado, afectuoso (pero algo desprovista de pasión), o el giro en el desenlace pudiesen representar puntos relevantes en la narración y circunscribir la película a su sumatoria para un resumen de su argumento, detrás de esa superficie se esconde una torpe mirada hacia la mujer que se pretende liberada pero que al final se devela conservadora.
En Rompecabezas Natalia Smirnoff mostraba a una hermosa mujer de cincuenta años de manera luminosa y plena, explotando su femineidad con sencillez y elocuencia; en Chloe, Atom Egoyan muestra a una hermosa mujer de unos cincuenta años de manera apagada, avejentada, y su femineidad es convertida en una serie de tics histéricos con la excusa de la tan mentada crisis de mediana edad. Así, todo el conflicto parece reducido a una puja entre juventud y vejez: allí están las jóvenes estudiantes seduciendo a David (quien nunca envejece, sino que madura elegantemente), mientras Catherine se lamenta por la pérdida de su otrora lozanía; allí también el mejor amigo de su marido calza del brazo a una mujer notoriamente más joven casi como si fuera un objeto de lujo (en ese sentido es significativo el contraste que se plantea en la escena del restaurante: de un lado de la mesa el matrimonio aburrido, el marido coqueteando con la camarera; y del otro, el matrimonio “feliz”, embobado en sí mismo), mientras Catherine no logra sacarle sonrisa a David. En consecuencia, la presencia de Chloe parece venir a sacudir la modorra de Catherine más que a provocar a David (la película nos lo confirmará luego), pero no es un despertar o goce que se pueda vivir libremente. El final trunca esa posibilidad, o mejor dicho: acomoda. Acomoda a Catherine en su casa, con su marido, con su hijo, y ahí sí, ella se permite mostrarse luminosa y espléndida. Puede ser, en una interpretación despojada de malicia, que simplemente el reacomodamiento de la vida conyugal imprimió el sosiego necesario en el rostro. Puede ser también que esa tranquilidad y plenitud provengan (sobre todo considerando el destino de Chloe) del orden esperado, porque, parece decir Chloe en su última escena, no hay mujer más linda que la mujer apacible y callada, con su marido, y en su casa.