Deseo y decepción
El sexo suele constituir un tema espinoso para el cine, que paradójicamente debe ser el arte que más influencia tiene en la formación del deseo en el hombre contemporáneo. Vale recordarlo: las pantallas cinematográficas del mundo suelen mostrar tipos específicos de cuerpos, que se convierten acríticamente en ideales de belleza (con el aporte invalorable de los medios de comunicación), sugestionando el deseo del espectador. El cine es un organizador del erotismo colectivo, a escala global (lo que explica que en diferentes culturas se deseen los mismos prototipos antropomórficos). Pero al mismo tiempo, el tipo de cine que modela nuestra cultura intenta poner límites al deseo humano: la represión sexual es una regla indiscutida en el mainstream, capaz sólo de promover relaciones fetichistas, por no decir onanistas, del espectador con las imágenes. El cuerpo de las estrellas se convierte en un territorio místico, del orden de lo sagrado. Y se prefiere naturalizar a la violencia y la sangre que al sexo como una dimensión más de la vida humana, una elección crucial que sintetiza el modelo simbólico en el que nos movemos y pensamos a nosotros mismos. Un modelo donde el deseo queda así relegado a mero producto de consumo.
Toda esta introducción para anticipar lo que constituye Chloe, la película del director egipcio-canadiense Atom Egoyan, que nuevamente hace del deseo el centro de su filme, aunque con resultados diametralmente opuestos a Exótica (1994), acaso su obra más reconocida. Remake de Nathalie X (de la francesa Anne Fontaine), Chloe es un buen ejemplo de los límites que encuentra Hollywood para abordar el sexo en la gran pantalla, aún cuando lo haga su tema explícito: una moral retrógrada y conservadora se impone por sobre cualquier osadía, y el cine se hunde en la mediocridad estética, erótica y política. Veamos.
La primera escena basta para sintetizar la propuesta de Egoyan: un plano medio de una habitación deja espiar, a través de un espejo, el torso desnudo de Amanda Seyfried (la Chloe del caso), mientras su voz en off va relatando la esencia de su oficio, constituyendo una promesa erótica que el filme por supuesto nunca cumplirá. Lo importante, en todo caso, es que aquí se revela una concepción del erotismo eminentemente literaria, por más que las imágenes busquen (infructuosamente) complementar el relato. Algo que se verá confirmado por el resto de la película. Chloe es una prostituta de lujo y será contratada por una reconocida ginecóloga de clase alta, Catherine (Julianne Moore), para confirmar si su esposo le es infiel con sus alumnas. Ocurre que David (Liam Neeson) acaba de faltar a su propio cumpleaños por quedarse en un seminario universitario, pero Catherine sospecha que su ausencia esconde una infedilidad. Su idea es que ésta joven que parece irresistible intente seducir a David para ver cómo reacciona. Y entonces Chloe irá relatando sus sucesivos encuentros con David a Catherine, que sorpresivamente verá despertar nuevamente el deseo a través de esa tercera persona que irrumpió en su vida. El paroxismo de esta apuesta erótica será un encuentro sexual entre Catherine y Chloe, filmado con un conservadurismo propio de un producto para la televisión, y luego la película irá girando previsiblemente hacia un thriller convencional, cuando Chloe se termine de convertir en una amenaza para Catherine y su familia.
Psicológicamente elemental, el filme nunca llega a profundizar en los mecanismos del deseo en sus personajes, y recurre a los estereotipos más conocidos para motorizar el relato, llegando incluso más de una vez al ridículo. Tampoco parece haber ninguna aspiración autoral por parte de Egoyan, cuyo oficio se limita a embellecer con la fotografía y los encuadres los escenarios fastuosos por donde se mueve la aristocracia. Las resoluciones y los giros de la trama no hacen más que destacar la vacuidad de su propuesta, además de ser absolutamente previsibles. La pasión, en todo caso, es la gran ausente en esta película, como si estuviera prohibida.
Por M.I.