EL TRIÁNGULO DE LOS BURGUESES
Una película innecesaria, por momentos ridícula, con buenos intérpretes en manos de un director que supo ser una promesa hace dos décadas atrás.
Las grandes películas son siempre impredecibles. Pasan los minutos y uno va perdiéndose entre las imágenes sin saber exactamente hacia dónde va ese universo sonoro y visual que se despliega misteriosamente en la pantalla. Imperio, de Lynch, Aquel querido mes de agosto, de Gomes, Las hierbas salvajes, de Resnais, son ejemplos recientes.
Los tres primeras secuencias de Chloe desnudan toda la película. Nada de misterio, evidencia pura, casi burlesca. La voz en off de la joven escort (A. Seyfried) que da nombre a la película nos confiesa sus virtudes. Dice ser buena con las palabras, un plus del erotismo que garantiza con su cuerpo. Después, Catherine (J. Moore), una ginecóloga exitosa, le explicará a su paciente el carácter mecánico del orgasmo femenino, un indicio indirecto de que su matrimonio de 20 años no es precisamente un ejemplo de pasiones. En la escena siguiente, su marido, David (L. Neeson), un profesor de música, ante una audiencia pletórica de estudiantes sensuales analizará una obra musical: Don Juan. El cierre de esta introducción no tiene segundas lecturas: él no llegará a su fiesta sorpresa de cumpleaños, perderá su avión; ella tendrá sospechas.
En menos de diez minutos, Atom Egoyan despliega todas sus cartas: un matrimonio en crisis y la aparición de un tercero que alterará la economía libidinal de la pareja. Eso es todo, o casi todo, porque también el hijo adolescente, en pleno despertar sexual, participará de la ecuación pasional. Catherine contratará a Chloe para que seduzca a su marido y confirme sus sospechas, aunque esta detective en portaligas resucitará el deseo de Catherine más que el de su marido. Nuestra ginecóloga ya no subestimará el clímax del placer femenino.
La puesta en escena es esquemática. La banda musical es ubicua; los movimientos de cámara son impersonales. La famosa escena sexual entre Moore y Seyfried no solamente expresa el punto de vista masculino, sino que está filmada con unos travellings ordinarios y una iluminación berreta que remiten a esos ridículos filmes de erotismo clase b en donde se pretende estar cogiendo y los protagonistas deben subrayar el goce del momento con gestos ampulosos que transmitan su placer infinito, aunque nadie podrá dudar aquí de la entrega de las intérpretes. La mirada de Seyfried denota ternura, placer y asombro; un imperceptible giro de cabeza de Moore en pleno coito sintetiza el límite de su fantasía, pero hasta ese momento nada parece incomodar su descubrimiento lésbico. En otros términos, la interpretación y el registro son incompatibles, aunque para una película de Hollywood se trata de una secuencia heterodoxa, casi arriesgada, frente al puritanismo oficial de la academia.
Muy lejos está Egoyan de Calendar y Exótica, sus dos mejores películas, aunque su obsesión por el erotismo y el voyerismo está presente. La tesis es simple: cuando el deseo se aburguesa, sólo se vivifica fuera del contrato genital del matrimonio. Mirar y fantasear pueden sustituir el pasaje a la acción, pero algunas veces resulta insuficiente. Egoyan, sin embargo, apuesta aquí por un orden conservador. Desear y amar no son la misma cosa, dos acciones imperceptibles que en su amalgama dialéctica definen la vida de cualquier pareja.