En la localidad de Sussex, en Londres, se halla un frondoso árbol, portal a un mundo de fantasía donde cualquier imaginativo niño sería feliz de vivir aventuras junto al oso Winnie the Pooh y sus amigos del bosque de los Cien Acres. El famoso personaje literario, popularizado en todo el mundo por las animaciones de Walt Disney, toma forma real en Christopher Robin: un reencuentro inolvidable, film que abre la puerta del viejo árbol para que los clásicos personajes ingresen a nuestro mundo en la Inglaterra de posguerra.
Con este nuevo film, el director suizo Marc Forster incursiona una vez más en una historia sobre personajes literarios, como ya había hecho de forma excelente en la comedia dramática Más extraño que la ficción (2006) y la biopic dramática Descubriendo Nunca Jamás (2004), sobre la creación de Peter Pan. Lo que hace Forster en esta ocasión es tomar la figura del niño que pasaba los días divirtiéndose con el despistado oso Winnie, el temeroso cerdito Piglet, el saltarín tigre Tigger y el apesadumbrado burro Igor (entre otros), para contar un relato sobre el reencuentro con la infancia perdida. Si bien Christopher Robin está inspirado en el hijo de mismo nombre del autor Alan Alexander Milne (cuyos juguetes, además, se convirtieron en los antropomorfos personajes), se trata de un personaje ficticio más, utilizado para brindar realismo a la fantasía.
De manera un tanto similar a lo que hizo Steven Spielberg con Peter Pan en Hook (El capitán Garfio), el film presenta a un Christopher Robin versión adulta, interpretado por Ewan McGregor; hombre de negocios además de esposo y padre que quiere lo mejor para su familia, aunque eso implique ser una figura algo ausente y estricta en el hogar. La idea de revivir la persona que alguna vez fue para lograr una mejor conexión con sus seres queridos y consigo mismo es algo que en el cine ya se ha podido ver en incontables ocasiones. Pero lo que diferencia a éste de otros films con una problemática similar, es la humanidad con el que es contado. Winnie the Pooh es quien acude a nuestro mundo precisando la ayuda de Christopher para descubrir qué ocurrió con sus amigos del bosque que extrañamente han desaparecido. De igual manera, será Christopher quien acuda a ellos para hallar a ese niño perdido, o más bien olvidado.
Sin apelar a la nostalgia o la familiaridad que se pueda tener previamente con los personajes animados, el relato se encarga de llevar a cabo con humor y ternura la exploración interna de su protagonista, algo a lo que también es invitado el espectador a hacer consigo mismo para redescubrir el poder sanador de seguir jugando e imaginando cual niños. La animación de los animales/juguetes y los espacios que recorren son de tal realismo que funciona remarcando la idea de que la fantasía continúa viva. Por más imaginativa que resulte la magia de los protagonistas animados, esto no significa que por ello los haga ser menos reales.
El film de Marc Forster se centra en lo que quiere contar sin depender demasiado de la relación y el conocimiento que uno pueda tener con la creación de Milne. Porque lo que hace destacarse a Christopher Robin como algo original y conmovedor es el enorme corazón que el film posee —lo cual hace que se disfrute tanto si se está o no familiarizado con el mundo de Winnie the Pooh. Quien les escribe esta nota por ejemplo, nunca tuvo demasiado agrado por las aventuras del oso amante de la miel, pero es la forma en que es llevado a la vida y por ende también la sentida conexión de éste con el protagonista, que se logra emocionar a todo quien se atreva ingresar por la vieja entrada del árbol, sentarse en un tronco del bosque de los Cien Acres y reflexionar observando las maravillas que lo rodean…todas ellas tan reales como el oso que disfruta de un buen tarro de miel a su lado.