"Unidos", un mundo lleno de maravillas. Hace mucho tiempo, el mundo solía estar lleno de maravillas. Gracias una vez más al talento y la originalidad de los estudios de animación Pixar, esas maravillas siguen al alcance de todos. Es por ello que a través de un nuevo film original, nada de precuelas o secuelas como cada vez tiende más la casa de la lamparita, se logra un inmenso despliegue de renovación de la fantasía clásica. Con Unidos, el director Dan Scanlon (responsable de la olvidable Monsters University) se sirve de la mística y la épica de la fantasía para traerla nuevamente a la vida… bajo la mirada de los tiempos modernos. La historia toma lugar en una tierra colmada de criaturas mágicas que alguna vez fueron sinónimos de leyendas y protagonistas de valerosas aventuras. Pero el paso del tiempo y la llegada de la tecnología hicieron lo suyo para que todo ello quede prácticamente en el olvido. Es entonces que ahora las pequeñas señales de la magia en este mundo quedan relegadas a unicornios que revisan la basura en busca de comida, un dragón domesticado como mascota o la mitológica Mantícora como propietaria de un restaurante. Pero esos pequeños atisbos de lo que alguna vez son los que recupera Unidos dándole valor a la aventura, y más importante aún, a los lazos familiares. Ian Lightfoot (Tom Holland) es un elfo de 16 años que lidia con los temores e inseguridades típicas de su edad a la vez que con la ausencia de su padre, quien falleció cuando él era pequeño. Mientras que Ian es alguien retraído y con los pies en la tierra, su hermano mayor Barley (Chris Pratt) es un extrovertido apasionado por los juegos de rol, la historia del mundo mágico y la velocidad de su estruendoso corcel… una desvencijada camioneta. Los dos hermanos emprenderán un viaje hacia la aventura luego de heredar un báculo que les permite traer a la vida por 24 horas a su padre. O al menos parte de él. Con solo habiendo podido revivir la mitad inferior (un par de piernas que son un gran cómic relief), estos dos elfos y medio deben ir en busca de la gema necesaria para completar el hechizo antes de que culmine el tiempo. Pixar construye con maestría este viaje de padre e hijos, o más bien piernas e hijos, dotado de ideas originales y mucha comicidad. Un balance perfecto entre la épica fantástica y la comedia de enredos a lo Fin de semana de locura. Sin embargo todo ello no es más que una excusa para depositar el foco, y por lo tanto el corazón del film, en la relación fraternal de los protagonistas. La dinámica y el vínculo entre hermanos muchas veces es motivo de conflicto, sin ser una excepción a la regla la relación entre Ian y Barley se hermana (justamente) entorno a las diferencias y las uniones expuestas en su viaje. Mientras que la presencia del padre de ambos se vuelve un divertido elemento de comedia física, la aventura toma como forma e interés de desarrollo la emoción fraternal nacida de ambos protagonistas. El film pone como eje central la acertada demostración de que las ideas de los vínculos o etiquetas familiares trascienden muchas veces al rol preestablecido. Es así como Ian dentro de su crecimiento interno gana el entendimiento suficiente para ver en Barley un hermano, un amigo y la muy necesitada figura paterna que siempre estuvo allí. De manera simple, efectiva, pero elevada gracias a la enorme pasión y sentimiento con lo que todo es dotado de vida, Unidos le regala al espectador la capacidad de volver a creer en la magia. Todo ello funciona perfectamente, con grandes persecuciones de hadas motociclistas o el ataque de un dragón de concreto, siendo quizás lo menos efectivo el arco paralelo de la madre elfo Laurel (Julia Louis-Dreyfus) que busca a sus hijos junto a una Mantícora (Octavia Spencer). Pero la historia no lo hace únicamente gracias a la originalidad con la que se conforma la aventura llena de peligros y diversión, sino que guarda mayores intenciones en su aparente simplicidad narrativa. El film despierta lo mágico en el relato y el espectador haciendo uso de la aventura para desnudar a los personajes emocionalmente, con sentimientos tan reales como lo es un centauro o un gnomo dentro de ese mundo. Unidos no es definitivamente una de las mejores producciones de Pixar, pero es a raíz de su simple construcción y de apelar a una cálida sensación de bienestar, que el film de Dan Scanlon cuenta con el gran corazón que describe a esta clase de propuestas. La caótica travesía de Ian y Barley hace que la magia perdida comience a despertar de apoco y, de igual manera, a medida que se afianza el vínculo entre hermanos, el público logra una cercanía con su capacidad de creer en lo fantástico. Lo vuelve consciente de las maravillas del mundo, incluso de las más simples e importantes, como el abrazo de un ser querido.
"El llamado salvaje", perro que es CGI no muerde. Los escritos de Jack London siempre fueron dotados de un respeto y un amor inmenso hacia la naturaleza, la vida silvestre y los parajes explorados por la invasiva presencia del hombre. El llamado salvaje, una de sus novelas más reconocidas junto a Colmillo blanco, vuelve a ser adaptada a la pantalla grande por el director Chris Sanders, responsable de guionar y co-dirigir films de animación como Lilo y Stich, Cómo entrenar a tu dragón y Los Croods. Esta vez se pone tras las cámaras por cuarta vez, la primera en solitario y la primera con actores y locaciones reales, aunque de eso habrá muy poco. La clásica historia sigue las vivencias de Buck, un perro que es separado de su adinerado dueño para ser explotado y sobrevivir en las salvajes tierras del Yukon en el norte de Canadá. Dividida en dos partes, la historia se encuentra claramente marcada por la entrañable relación de Buck con los otros personajes que encuentra a su paso. Primero acarreando junto con otros perros el trineo de la correspondencia a cargo del amigable Perrault (Omar Sy) y su mujer Françoise (Cara Gee), luego sirviendo de cuidado y compañía del solitario John Thornton (Harrison Ford) quien, al igual que Buck, realiza su propio viaje de crecimiento tras la muerte de su hijo. El relato toma forma de manera muy clásica y convencional, sin sorpresas en su desarrollo. De manera simple se relatan los maltratos y bondades por las que el animal pasa en su transformación de ser un perro hogareño a convertirse en un perro salvaje que encuentra su lugar en la naturaleza junto con los lobos, símbolo de guía espiritual para el can y un recordatorio de la libertad salvaje previa al adiestramiento humano. Todos los elementos autorales de Jack London están presentes en el film, pero es la combinación de su estructura demasiado simple y el fallido aspecto visual lo que hace que no sobresalga o destaque en buenos aspectos. El exceso de efectos visuales digitales, la sobrecarga de filmación en torno a la utilización de pantallas verdes causa el efecto completamente opuesto al del espíritu de la historia a contar. Lejos de abrazar a la naturaleza en toda su forma, la implementación de paisajes e incluso de animales creados por computadora (incluyendo al perro protagonista), se produce una lejanía absoluta de verosimilitud. El comportamiento perruno es caricaturizado o dotado de reacciones humanas que le restan al film cualquier atisbo de naturalidad. Toda la idea y el mensaje que se haya dentro de la historia son hechos a un lado por completo en la forma escogida de darle vida al relato. Si es que algo de vida puede haber en él. El llamado salvaje termina resultando un film desprolijo que distrae debido a una afeada estética que va en contra de todo lo que plantea el mismo desde su base original. Lo acartonado de sus sucesos, y más aún de sus personajes como ocurre con el vil antagonista Hal (Dan Stevens) que explora la tierra en busca de oro, termina brindando un trabajo desparejo y conflictivo en sus formas. Toda interacción de los personajes humanos con los animales o el espacio donde se desarrollan la aventura son una pobre recreación de la verdadera vida salvaje. Así como muchas veces el lenguaje de una adaptación literaria no funciona de la misma manera en el aspecto audiovisual, en esta ocasión tal vez es Chris Sanders quien no supo, ni quiso, trasladarse del cine de animación a la realidad filmada. Todos los perros van al cielo y, en el caso de este film, todos los perros van a postproducción.
Un film que se hunde. Como si el género de terror no tuviera una infinidad de films similares a otros y un vasto catálogo de monstruos, ahora llega de la mano del director William Eubank una nueva criatura que, lejos de ocupar un lugar en la vitrina de los grandes monstruos del cine, pasará al olvido rápidamente —quizás hasta demasiado rápido si es olvidable incluso durante la experiencia de ver el film. Amenaza en lo profundo toma clichés y recursos salidos del manual del género de horror, predominando más que nada las similitudes esquemáticas con Alien (Ridley Scott, 1979), Cloverfield (Matt Reeves, 2008) e incluso parte de la mitología de los relatos de Cthulhu de H.P. Lovecraft. Claro que por cada alusión o semejanza con dichas obras, el film de Eubank las utiliza con mucha menos elegancia o efectividad. La historia se centra en un equipo de especialistas que se encuentran trabajando en una estación de perforación marítima. Sin tomarse mucho tiempo para contextualizar lo obvio, el film pone rápidamente a la protagonista y sus compañeros en situación de peligro una vez que gran parte de la estación y su tripulación se ve destruida. Es así como la experta en mecánica Norah (Kristen Stewart) y los cinco sobrevivientes que la acompañan, entre ellos el capitán a cargo (Vincent Cassel), se ponen en marcha para desentrañar lo ocurrido y llegar a una nueva estación para estar a salvo de la desconocida amenaza. Y si bien esto suena al punto de partida establecido para la historia, en realidad es todo lo ofrecido en su hora y media de duración. A pesar de la historia se encuentra cargada de momentos de acción y sus dosis de sustos, algo de lo que se sirve a favor de la corta duración que permite condensar todo sin dejar lugar a tiempos muertos, a la vez estos no logran funcionar de manera correcta. Esto se debe al hecho de que muchos de los momentos en que los personajes se encuentran en situación de peligro son contados de manera un tanto caótica. No hay forma narrativa que permita un entendimiento del espacio y el accionar de los personajes en sus enfrentamientos. Esa carencia de forma relega el factor de tensión a meros sustos con sobresaltos, en vez de crear una atmósfera aprovechando la infinita oscuridad del océano. Al estar colmado de distintas situaciones de peligro, algunas más entendibles que otras, el film no tiene tiempo de crear un gran contexto o desarrollo de sus personajes. Y es que tampoco lo precisa. Sin embargo, el trabajo de guion fuerza las cosas para que mínimamente haya un vínculo con la protagonista, cuando en realidad la mayor parte del tiempo personajes como el de Norah o sus compañeros solo tienen líneas de diálogo frívolas o con finalidad de explicar lo que está ocurriendo en la trama. La inclusión de personajes como el infaltable comic relief que es Paul (T.J. Miller) o la única otra presencia femenina en el film como Emily (Jessica Henwick) que solo ocupa el lugar de novia de otro personaje, deja a los personajes en la única posibilidad de ser meramente unidimensionales. En resumen, Amenaza en lo profundo pertenece a un tipo de cine que hoy en día resulta caduco. Una experiencia de horror y acción que como mucho puede llamar la atención de la audiencia adolescente pero no demasiado más. Mientras que cada año que pasa se denota un crecimiento en el tipo de cine de género que se realiza y se consume, el film de William Eubank atrasa unos cuantos casilleros con lo que propone con su criatura del fondo del mar. Una que, como queda evidenciado en la historia, no precisa ser derrotada con astucia pero sí con la menor cantidad de ropa posible… si es que de mujeres en pantalla se trata. El capitán se hunde con su “barco” y el film lo acompaña con cada decisión tomada hacia el abismo del océano.
Tiempo de guerra. Dos jóvenes soldados británicos emprenden la misión de dirigirse al norte de Francia para prevenir a uno de sus batallones de una emboscada por parte del ejército alemán. Bajo esta premisa y punto de partida, el director Sam Mendes crea una sofisticada pieza de relojería en la cual el tiempo, la precisión y la fluidez de su desarrollo le dan forma al enorme despliegue técnico con el que escoge contar su historia. Dicha proeza técnica lleva consigo un excelente pulso de tensión temporal que no se detiene, al igual que los personajes y la cámara emulando un plano secuencia —o al menos dos. Sin embargo, esa pulsión constante es algo nula en relación a una historia que no tiene demasiado para decir, más sí para mostrar. 1917 es un film que encuentra su poderío de la mano de su director y de la leyenda de la dirección de fotografía (Roger Deakins). El trabajo autoral en pantalla es compartido por ambos en una muestra de sincronía y entendimiento del aspecto visual. La dirección de ambos le brinda ese desarrollo que se percibe imparable ante el paso del tiempo que se maneja entre las luces y sombras de los campos franceses y la odisea de todos los elementos que componen el campo cinematográfico siempre cambiante y todo lo que se halla en movimiento dentro de él. El cine es movimiento, y la marcha constante de estos soldados por lograr su cometido se ve plasmada de ello. Los soldados Blake (Dean-Charles Chapman) y Schofield (George MacKay) conducen el recorrido de esta historia, siendo la cámara quien los sigue entre la pasividad rural y el caos bélico que los rodea y que debe ser atravesado por ellos. El registro fílmico describe con belleza estética el terreno a recorrer, el esplendor y la destrucción que tan solo puede apreciar en verdad el espectador, ya que los protagonistas solo tienen en mente la meta a cumplir, sin importar lo que encuentren a su paso. De manera inteligente, la dirección resalta todo lo que hay de fondo de estos soldados, y es así como se aprecia el clima gris que baña con su luz a los personajes y el camino, o la labor de otros soldados que se mueven apresuradamente o descansan por las sinuosas trincheras. La excelente variedad de iluminación del trabajo de Deakins viene acompañado muchas veces de los casi imperceptibles cortes que dan lugar a que los hechos tomen lugar en distintos espacios. Es así como con la sutileza de su fluir pasa de exteriores a interiores donde el cambio de luz, la variedad tonal de una luminosidad fría a cálida de un segundo a otro, es lo que hace notorio el protagonismo fotográfico que se le brinda al film. Algo similar ocurre con la que es la mejor secuencia de todo el film, la cual enaltece la vitalidad artística con la que el trabajo es tratado. Schofield despierta luego de una fuerte caída, lo que marca el corte más evidente a la mitad del metraje, permitiendo pasar del día a la noche. Cuando se lo encuentre una vez más en las afueras, todo el campo visual se ve descrito entre la oscuridad de la noche, solo iluminada por el fragor de las llamas y de las implosiones que atacan el territorio. La grandeza visual con la que la cámara recorre el entorno, delineando con cada estallido el cementerio arquitectónico en el que se encuentra el personaje, alcanza un mayor grado de perfección gracias a la banda sonora de Thomas Newman que termina de completar la maestría con la que estos eventos son contados. No obstante, los momentos que invitan a ser más reflexivos o muchos de los episodios que se dan en la trama no poseen otro aspecto más que el hacer gala de su perfección técnica. La manera en que están tratados los personajes, la construcción de ellos se percibe cuasi unidimensional. El director pone en el centro de su film a dos actores no muy conocidos, haciendo que los actores más de renombre solo tengan breves apariciones en su trayecto, tales como Colin Firth, Andrew Scott, Mark Strong o Benedict Cumberbatch. Todos ellos cumpliendo el rol de altos mandos, como deslizando la interesante idea de que los actores experimentados tienen cargos importantes, y los jóvenes que recién empiezan afrontan el camino más difícil, en el caso de los soldados, ya que son mandados al matadero, lo que hace que se lamente el hecho de que estos nuevos actores, no sean aprovechados brindándoles un mayor trasfondo o peso dramático. 1917 se destaca fuertemente debido a su virtuosismo estético y a su precisión en los aspectos técnicos, la ausencia de una trama que invite a dejar algo más que la experiencia de atestiguar su despliegue audiovisual, es lo que hace sentir que estamos ante un material algo vacuo —o al menos no a la altura de su enorme construcción. La odisea llevada a cabo por los soldados se refleja en las formas, más no en el contenido. Claramente Sam Mendes busca ello como propuesta fílmica que se logra apreciar con toda su grandeza, con lo cual el film no falla pero deja cierto sabor a poco para quienes disfrutan que les cuenten una historia. Pero, una vez más, el cine es movimiento, y eso mismo ofrece Mendes con el poderío de un ejército.
El olor de la sociedad. El director surcoreano Bong Joon-Ho ha sabido demostrar con cada una de sus piezas cinematográficas el balance perfecto que puede lograr entre su atrapante cine de entretenimiento y la incisiva crítica social. Con Parásitos, su más reciente film, no sucede lo contrario y le da forma a una historia que, al igual que la transformación de sus personajes, va mutando a medida que se desarrolla. El director, arquitecto de su obra, concibe los espacios en los que centra la trama —principalmente un refinado hogar de clase alta— como separación de los estratos sociales, mientras que la variedad de géneros deposita al espectador en el terreno de lo imprevisible; arquitectura de la imagen, orquestación de la ambición. Con un humor que ironiza y a la vez invita a la toma de conciencia a través de los personajes y su entorno, la historia centra su mirada en una familia de clase baja que vive en las llamadas casas “semi-sótano”, buscando ganar dinero armando cajas para pizzas y paseándose por cada habitación intentando captar algunas señales de wi-fi. Entre una unión de suerte y viveza, el núcleo familiar se empieza a conformar como un grupo de inteligentes estafadores. Cuando el hijo mayor Woo (Choi Woo Shik) es recomendado por un amigo para darle clases de inglés a la hija de una familia privilegiada, es a partir de allí que de manera encadenada cada miembro de la familia desempleada torcerá las cosas a su favor para tomar los trabajos de otros y hacerse con un lugar dentro de estrato social diferente. Lo que comienza como una recomendación, con mentiras de por medio —que pasa de Woo siendo profesor de inglés, el cual, a su vez, sugiere a su hermana Jung (Park So Dam) como profesora de arte para el travieso hijo menor— se convierte paulatinamente en un manipulador plan que deja en la calle al chofer y la ama de llaves, para que sus lugares sean ocupados respectivamente por sus padres, interpretados por el actor fetiche del director, el actor Song Kan-ho y la actriz Lee Jung-eun, algo que el director crea de manera exquisita con una fluidez orquestal que resulta cómica y trágica a la vez. Bajo el prisma de una absurda desesperación, el espectador se vuelve un divertido testigo y cómplice de estos personajes que hacen hasta lo más malicioso para obtener un sentido de pertenencia. Si bien los Park, la familia que emplea a los protagonistas, es descrita con ingenuidad y la típica frivolidad de quien vive en un mundo ajeno a la conciencia de clase, no hay verdadera maldad en su trato como sí ocurre con el resto. Y es cuando la familia de clase alta se va de viaje, cuando el espacio del hogar es ocupado por los empleados bajo una falsa idea de que todo les pertenece y pueden hacer lo que quieran, impunemente. La maldad de esta familia se ve ligada a la desesperación y al alcance de un modo de vida que, por errores propios o por la carencia de posibilidades, se le fue negado, marcado principalmente por la invasión del capitalismo que impone un muro alrededor del mundo, imposible de derribar. Esto, a su vez, hace que el film sea mucho más universal de lo que en principio aparenta. Es así como el film se compone magistralmente de un uso de los espacios como reflejo de la separación de clases. Comenzando con la casa “semi-sótano” donde los personajes viven por debajo de alguien, pasando por el hogar de clase alta construido en lo alto de una colina, y por último el revelador búnker del mismo hogar. Dicho espacio marca un punto de quiebre en el relato y de manera sutil convierte lo que venía siendo una comedia negra en un film de suspenso y, por momentos, de terror. La revelación de que el marido de la antigua ama de llaves ha vivido por años en el búnker secreto de la casa, concatena una serie de eventos puramente de tensión donde los pertenecientes a una misma clase se atacan entre sí. No hay lugar para ayudarse entre sí, el desprecio y la competencia es el alimento de la desesperación que sólo fortalece al sector privilegiado. Bong Joon-ho se sirve del subgénero home invasion para lograr con cada espacio un verdadero y crítico reflejo de la sociedad y el comportamiento humano, incluyendo también lo sensorial a través del olor, un elemento más para denotar la separación constante y la imposibilidad de pertenecer. El olor de la pobreza aquí solo es tapado por otro tipo de aroma: el de una invasión colonial que atenta con toda posible unión y de la cual los que más pierden son aquellos que menos tienen. Parásitos le da forma a su poderosa arquitectura cinematográfica sostenida por un ritmo in crescendo al que el espectador jamás puede adelantarse, y que solo puede optar por disfrutar la tensionante construcción que también invita a tomar posición de manera reflexiva. Las cercanías y distancias del espacio funcionan como terreno donde el desprecio y la falta de empatía se vuelven los verdaderos protagonistas. Cada hogar es un mundo, y este en particular expone la cruel verdad del mundo que todos habitamos.
Una historia de película. El 13 de enero de 2006, el Banco Río de Acassuso sufría uno de los robos más grandes de la historia de nuestro país. Un plan perfecto de tal magnitud que incluía una toma de rehenes, la perforación de 145 cajas de seguridad, la construcción de un boquete y un escape con dos gomones. Los ladrones huyeron llevando consigo aproximadamente entre 8 y 25 millones de dólares y 80 kilos de joyas. Semejante planificación y todo el trabajo para llevarlo a cabo parecía salido de una pantalla de cine. Hoy, 14 años después, la historia es contada con elementos cinematográficos gracias a todo lo que los hechos dejaron servido. Un relato que, en manos del director Ariel Winograd, es enlazado muy bien entre ficción y realidad para ofrecer un interesante disfrute audiovisual. Sin tomarse nunca demasiado en serio, El robo del siglo es un film que apela a una mezcla de géneros para dar con una construcción perfecta de historia —y crimen—, la cual respira una palpable pasión cinéfila en su forma. El protagonista del film, y mente maestra del asalto, es Fernando (Diego Peretti), un artista plástico que no le encuentra propósito a su vida hasta que da con su plan maestro. Este personaje es presentado en su taller de trabajo, dándole sus toques finales a una pintura que, conforme se mueve la cámara a su alrededor, cambia su forma dependiendo del punto de vista. De igual manera, esto ocurrirá con una historia que destaca principalmente por ser una comedia, pero que no teme mutar a la par de toda la construcción para planificar el robo. No es por nada que, cuando Fernando observa cómo su porro es arrastrado por la corriente del desagüe fluvial que se encuentra debajo del Banco Río, el encanto estético con el que es narrado se ve completado por un videoclub y los pósters de cine clásico que rodean al protagonista al obtener su musa inspiradora. Es así como a través de Fernando, y su idea inicial, la historia es manejada mediante un ritmo entretenido a pesar de que el espectador ya sepa sobre lo ocurrido y su desenlace. Siendo conocedor de este dato no menor, Winograd hace fluir la trama en torno a la personalidad de los distintos personajes que llevan a cabo su misión imposible, y los conflictos y arreglos que nacen de la química de su elenco. Es allí donde cobra gran peso la dupla conformada por Fernando y Luis (Guillermo Francella), un ladrón profesional de larga trayectoria y el inversionista del que se precisa para adquirir los equipos y la construcción necesaria para el atraco. Si bien la trama está bien llevada bajo el liderazgo de sus dos actores principales, lo cierto es que el personaje de Francella no difiere de otras interpretaciones de su carrera. Y si esto por momentos tal vez ocasione cierta ruptura de verosimilitud, a la vez le otorga la posibilidad de destacarse más aún en escena a su compañero de elenco. La actuación de Peretti, sumado al equilibrado desarrollo de la trama que aumenta en comicidad pero también en dificultades para la elaboración del golpe perfecto, le brinda escena tras escena su talento para interpretar a este genio ideológico que vive en su enigmático pensamiento bajo los efectos de la marihuana. Algo así como un gran Lebowski criminal. Si en algo falla el film de Winograd, tal vez sea en lo desdibujados que se encuentran el resto de los perpetradores. Personajes como Marciano (Pablo Rago), el Doc (Mariano Argento) o Alberto (Rafael Ferro), solo están allí para cumplir su función específica dentro de la suerte de Tarde de perros nacional que elucubraron. El film busca centrarse pura y llanamente en todo el armado y ejecución del asalto, equilibrado entre el humor y el suspenso de cada etapa. Y es en ello donde realmente se luce, no solo por el gag y el manejo narrativo que es utilizado con precisión, sino también por la puesta de cámara que se encarga de explicar con belleza estética los pasos a seguir. Además, gracias a ello se logra construir una idea arquitectónica de los espacios —internos y externos— donde se dan los hechos,siendo las divisiones de cámara, que marcan los distintos puntos donde se posicionan los personajes, un elemento conformado desde el interior del campo cinematográfico, haciendo que se aprecie la parte por el todo y también la totalidad en el conjunto de sus partes. El robo del siglo se construye, al igual que el plan de los personajes, con precisión y un perfecto balance que apela al estilismo de la mezcla de géneros —comedia, policial y suspenso— acompañado por un ritmo siempre ágil y entretenido. Gracias a las variaciones que el director aplica a la historia, se sirve de los distintos elementos puramente cinematográficos para contar los hechos que superan a la ficción. Una historia de película que, 14 años después, encuentra su forma en un film que se encuentra a la altura de la enorme hazaña de estos criminales. Winograd sale airoso de su misión y se fuga sin caer bajo las fallas o inconvenientes que podrían surgir de tal producción.
Hielo sin mucha frescura. Seis años después de la buena recepción de la primera parte, aunque se trataba de un film con poco vuelo imaginativo, llega Frozen II. Esta secuela a cargo de los mismos directores se presenta como un paso evolutivo en relación a la entrega anterior. Con un claro uso de una animación mucho más lograda y detallada, el ingreso al reino nórdico de Arendelle se percibe muy palpable y envolvente, haciendo al espectador parte de su mundo. Sin embargo, si bien las nuevas aventuras que vivirán la reina Elsa (Idina Menzel) y su hermana Anna (Kristen Bell) abrazan con fuerza y mayor presencia los elementos de fantasía, el relato carece de dicho poderío como para lograr permanecer en el recuerdo. Son tiempos de armonía en Arendelle, Elsa reina con prosperidad y domina sus poderes mágicos sin temor a usarlos, mientras que Elsa la acompaña y disfruta de su relación con el bonachón Kristoff (Jonathan Groff), quien lucha constantemente por encontrar la manera correcta de pedirle matrimonio. La atracción hipnótica de un bello canto es lo que conducirá a Elsa a un nuevo viaje de autodescubrimiento en el que la verdad de sus poderes saldrá a la luz. Así, el trío protagónico se embarca en una aventura en los confines de un bosque mágico, donde una ancestral civilización lleva años encantada, lo que podría ocasionar la destrucción de todo el reino. La historia se encuentra repleta de momentos de comedia y tensión que captarán la atención de los más pequeños, mientras que la de los adultos recaerá mayormente en el disfrute de los aspectos visuales que van desde imponentes gigantes de piedra hasta la energía etérea de un caballo formado por agua. Aún así, la estructura musical del film y su básico desarrollo de personajes son los elementos principales que en cierta forma atentan contra el desarrollo épico y fantástico que se intenta llevar a cabo. La inclusión constante de temas musicales, lejos de conseguir que la trama avance (como debería suceder en todo musical), aquí la refrena, haciendo que ciertos eventos se prolonguen más de la cuenta o se perfilen demasiado solemnes para tratarse de una aventura infantil. Es así que mientras el componente emotivo le resta frescura al relato, cuando mejor funciona el film es cuando apela a reírse de sí mismo, como por ejemplo con el gran videoclip musical que protagoniza Kristoff, muy al estilo años 90. O la presencia del muñeco de nieve Olaf (Josh Gad), que como comic relief resulta bastante insoportable la mayor parte del tiempo, pero que tiene dos grandes momentos —uno de ellos en una escena postcréditos— en los que le habla directamente al espectador para resumirle de manera muy graciosa lo ocurrido en el primer film. Pequeños momentos graciosos que, junto al poderío visual, resaltan de gran manera entre las grandes lagunas poco interesantes que posee el viaje de Elsa. En definitiva, Frozen II mantiene un tono similar a lo que fue su primera parte, pero que gracias a un mayor uso de elementos fantásticos y algunas ideales originales que rompen con la estructura clásica del relato de princesas, se destaca y percibe unos niveles más arriba que su antecesora. Desafortunadamente, nada demasiado drástico como para ofrecer algo más que unas pocas carcajadas o una experiencia que se pueda recordar con encanto. El hielo se derrite y no perdura mucho tiempo entre nosotros.
El apagón de la fuerza. Hace mucho tiempo, 42 años para ser más precisos, en una galaxia muy lejana se comenzó a explorar todo el universo cargado de elementos fantásticos que creó George Lucas. La ópera espacial que aterrizó en 1977 es, al día de hoy, una de las mayores franquicias que sigue generando millones año tras año, junto a una multitud de fans que siguen abrazando sus historias y personajes. No obstante, si bien los films continúan siendo pasión de multitudes con su gran poder de convocatoria, lo cierto es que su fuerza comienza a agotarse, no porque no mantenga los valores y elementos que la saga sabe enaltecer, sino porque en la reiteración de una fórmula efectista dicha fuerza es la misma pero con un menor brillo. El noveno film de la saga es también el final de la nueva trilogía creada por J.J. Abrams en 2015, y que ahora vuelve detrás de cámara para darle su cierre tanto a lo que él comenzó, como también a los 42 años de historia de Star Wars. El film pone a las fuerzas del bien y el mal una vez más en conflicto, esta vez con la oscuridad siendo liderada por el regreso del emperador Palpatine (Ian McDiarmid), personaje clásico de la saga que se mantuvo perpetrando sus planes desde las sombras. Uniendo sus fuerzas con la del conflictuado líder supremo Kylo Ren (Adam Driver), el escenario deposita a todas las piezas para conformar la mayor amenaza para la galaxia… aunque a fin de cuentas todo se reduzca al mismo conflicto clásico y los riesgos de siempre. Del lado de las fuerzas del bien se encuentra, como siempre, la resistencia, con el liderazgo de la general Leia (Carrie Fisher en una actuación post-mortem gracias a material no utilizado en los films anteriores), y a la leal cofradía de los ya conocidos y queridos protagonistas. Lo que logra el film en esta última aventura es aprovechar mucho más la camaradería nacida entre la amistad de Rey (Daisy Ridley), Finn (John Boyega) y Poe Dameron (Oscar Isaac), e incluso las intervenciones en el grupo de personajes más entrañables como C-3PO (Anthony Daniels) y Chewbacca (Joonas Suotamo). Su mayor tiempo en pantalla juntos, más la variedad de lugares recorridos y conflictos en el camino hacen que se sienta ese gran sentido de aventura que casi no se detiene hasta el final. Es cierto que, por momentos, la aventura puede resultar demasiado clásica y repetitiva al conocer los episodios anteriores, pero en ningún momento pierde su valor como entretenimiento. El drama interno tanto de Rey como de Kylo Ren es lo que liga de manera tan cercana, pero en veredas opuestas, a la relación de estos personajes. El peso de sus responsabilidades se ve conectado intrínsecamente al valor del legado y la identidad. La ira y el carácter descontrolado de Kylo responde a la culpabilidad de los actos cometidos, alguien que mientras intenta honrar la memoria de su abuelo siente en su ser la traición a la sangre al haber asesinado a su padre. Las grietas que surcan el casco con el que oculta su rostro se presentan como las heridas abiertas de su atormentada alma y el resquebrajar que se produce en su lucha interna por escoger el bien. Por otro lado, Rey es quien debe lidiar con el significado de los lazos sanguíneos, luchando entre la pérdida de sus padres a temprana edad y la ira de descubrir que su origen y falta de identidad se ven estrechamente relacionados a la figura de Palpatine. El film se encarga de colmar cada nuevo planeta visitado, cada peligro afrontado y cada plan organizado, uniendo la aventura con todos elementos que expresan y exploran la importancia de la identidad y los lazos en torno al conflicto de sus personajes. De allí que se pueda apreciar el sentido de amistad y familia que hay entre los tripulantes del Halcón Milenario, con la búsqueda nostálgica que unifica y diferencia a la vieja generación de la nueva. Esto mismo muchas veces se excede en su utilización y hace que en gran parte se sienta como un intento de contentar en todo a los más fanáticos de la saga, lo que hace que en definitiva no haya riesgos tomados. El recaer constantemente en ello, más una construcción de historia que en sus mejores momentos se ve en su mejor forma pero que cuando intenta forzar las cosas decae demasiado, hace que muchas de las elecciones narrativas tomadas se vuelvan simplistas. Uno de los mayores problemas de este último episodio es que el planteo de la historia y el desarrollo de sus eventos, si bien se disfrutan y entretienen, parecen ser pensados como ocurrencias sobre la marcha y no como algo que estaba ideado desde la hora de comenzar y contar una nueva trilogía. Tal vez por eso se los denomine como episodios y no partes, algo que existe en su propia forma sin relacionarse demasiado con lo que lo precede o sucede. La (re)invención de villanos en cada episodio y las contrariedades discursivas de ciertos personajes entre un film y el otro, hacen que al llegar a éste último se perciba la historia como algo que funciona de manera independiente en partes pero no en su totalidad. La diversión y lo emotivo siempre están presentes, sobre todo para los más fanáticos que crecieron con esta saga, y es allí donde más brilla El ascenso de Skywalker, cuando no estaciona el relato simplemente para ofrecer algo efectista, sino para hacerlo crecer y avanzar con sus aventuras. La elección de intensidad que acompaña una familiar puesta de soles demuestra que el film de J.J. Abrams tiene la fuerza necesaria para crear una buena historia. Pero ya va siendo hora de mirar otros cielos y conocer que más hay para contar.
Papá por siempre. Casey Affleck vuelve a ponerse en la dirección luego de filmar su ópera primera (I’m Still Here, 2010), tomando las riendas de su segundo largometraje tanto detrás como delante de la cámara. La historia de un padre y su hija que deben sobrevivir en un ambiente hostil donde solo pueden contar entre ellos, ofrece un acercamiento del director a tintes de ciencia ficción que le dan contexto a un film puramente dramático. En una realidad donde la mayor parte de las mujeres han fallecido debido a un “virus femenino”, un padre (Affleck) debe ocultar y proteger a su hija Rag (Anna Phlowsky) de quienes se topen con ellos sin buenas intenciones. Una premisa interesante que se debilita conforme el espectador acompaña a los personajes en su viaje. El film recae principalmente en la relación de supervivencia de los protagonistas. A medida que se movilizan habitando los bosques o lugares abandonados que se encuentran alejados de las ciudades, se puede atestiguar el cariño y el esfuerzo de este padre por mantener a salvo a su hija: educándola, contándole historias que la alejen del constante estado de alarma en que viven, tratando de brindarle una frágil sensación de estabilidad que cambia cada vez que dan con ellos los desesperados hombres que sobrevivieron a la pandemia. Hay un intento desde el guión y la dirección de ofrecer una íntima sensibilidad a la relación de los personajes, no obstante es algo que nunca termina de lograrse del todo. El relato se encuentra articulado entre el viaje de los protagonistas y los momentos en los que se alterna con breves flashbacks que ofrecen un vistazo a la relación de padre y madre (Elisabeth Moss), lo que retrata la calidez amorosa que luego le brindará a su hija, a la vez que registra el dolor y la desesperanza de los últimos momentos compartidos con su mujer. Ambos tiempos narrativos funcionan para contextualizar y ofrecer una rápida mirada a ese mundo distópico, pero el alcance emocional al que evidentemente se esfuerza en llegar el film nunca lo logra. Si bien la actuación de Affleck y su joven co-protagonista cumplen de manera correcta en cada aspecto requerido por la trama, hay una frialdad latente en las situaciones que se les presentan y un ritmo solemne que evita que se pueda conectar emocionalmente con ellos. Affleck demuestra tener visión para narrar desde lo visual, algo que se evidencia de manera sobresaliente en la manera que filma los espacios abiertos y naturales que recorren los personajes, o las situaciones de tensión que incluyen una encarnizada lucha cuerpo a cuerpo. Pero así como aprovecha esos aspectos, también desde la puesta es que acrecienta esa lentitud y distancia que juega en oposición a la cercanía emocional que intenta lograr, algo que se subraya a través de un mayor uso de tomas fijas, la mirada estática de una cámara que no invita al espectador a aproximarse al relato. Así como el film alterna entre los tiempos narrativos, sucede lo mismo con la toma de decisiones que varían de forma contradictoria entre los aspectos que evidencian el talento de su director y los que sabotean el trabajo logrado. La luz del fin del mundo es un film que, pese a sus fallas, demuestra de manera intermitente el potencial de un planteo interesante. Como si se tratara de la luz a la que refiere el título, el segundo trabajo de Affleck como director deja entrever unos rayos de luminosidad que resaltan sus buenos aspectos, encontrando su espacio para ingresar entre las grietas. Un film que de seguro no perdure en el tiempo, pero que tomando lo positivo de él puede asentar las bases para un trabajo mucho más sólido. El futuro lo dirá… a menos que se trate de uno distópico.
Los sospechosos de siempre. Conformando un híbrido entre las clásicas novelas detectivescas de Agatha Christie y el elemento lúdico de un juego de mesa como el Clue, el nuevo film de Rian Johnson ofrece al espectador una experiencia entretenida de suspenso que lo invita a desentrañar el misterio. Tomando casi todos los clichés típicos de esta clase de relatos, el film se desenvuelve a través de una fórmula clásica que al mismo tiempo permite reírse de sí misma, al mismo tiempo que se reescribe con la autoconciencia de los tiempos que corren. Si Entre navajas y secretos repite una variedad de situaciones y personajes conocidos infinidad de veces, lo interesante es la manera en que todo ello se desenvuelve de tal modo que resulta una re-lectura ágil y refrescante. Parte del logro reside en la historia, pero sobre todo en su abanico de entrañables personajes. Una excéntrica mansión. Un festejo familiar. Un extraño suicidio. Un sagaz investigador. Muchos motivos y muchos sospechosos. Todos estos reconocidos elementos de la narrativa policial están allí presentes con una mirada humorística pero homenajeando respetuosamente al género clásico al que pertenecen. Es por ello que a lo largo de su desarrollo, la historia se toma el trabajo de afianzar los estereotipos y recursos convencionales, agregándole a cada uno de ellos leves cambios con el fin de modernizarlos. Lejos de suponer una rivalidad entre lo clásico y lo moderno, el film se construye con un sólido guión que hace funcionar (o fusionar) ambos estilos de forma natural, algo que queda establecido desde un principio al reformular la figura del detective. Benoit Blanc (Daniel Craig) es la representación total del tradicional investigador —y no un vino como podría indicar su nombre—. Se trata de un detective con el intelecto de Sherlock Holmes y la elegancia y mirada experta de Hercule Poirot —o al menos en apariencia. Sin embargo, la encantadora presencia de Blanc y la investigación que lleva a cabo son parte de la ironía de un film que se encarga de no caer siempre en lugares comunes —y de hacerlo, al menos que sea con humor. Es así como el protagonismo principal se lo lleva —y se lo gana— el personaje de Marta (Ana de Armas). la enfermera y única amiga de Harlan Thrombey (Christopher Plummer), un exitoso escritor que creó una fortuna gracias a sus novelas de misterio y su firma editorial. Será su muerte la que de inicio a la serie de acontecimientos que ponen a Marta en su propio camino detectivesco. La eventos de la historia se sitúan principalmente en la mansión familiar de los Thrombey, haciendo uso de los distintos espacios para conectar los distintos encuentros, secretos y enemistades que mantienen entre sí todos los herederos del patriarca recientemente fallecido. La narrativa se desenvuelve alternando entre los interrogatorios de la investigación criminal y los sucesos de la noche en que Harlan muere luego de festejar sus 85 años. El relato juega en medio de un constante vaivén temporal que revela con suma gracia los conflictos y falsedades de todos los miembros de la familia. La variedad de carismáticos personajes incluye a la hija mayor Linda (Jamie Lee Curtis), que hace gala de su control y frialdad mientras su marido Richard (Don Johnson) le es infiel, el hijo de ambos Ransom (Chris Evans), un joven mantenido que nunca trabajo un día de su vida, el segundo en la línea de sucesión es Walt (Michael Shannon) a quien su padre le acaba de quitar la administración de la editorial, y Joni (Toni Collette), nuera de Harlan que se encuentra en quiebra y a la cual financiaba pagando los estudios de su nieta desde el fallecimiento de su tercer hijo. La fuerza y el atractivo principal de esta comedia de suspenso lo gana por el diverso y gran elenco que posee, todos los personajes cuentan con un gran carisma en pantalla nacido de la relación entre la elección actoral y la combativa personalidad de los personajes. Lo que Johnson hace con maestría es saber ponerlos en conjunto dentro de los distintos espacios y subtramas para que toda relación que se da entre ellos siempre funcione entre el caos y las falsedades. Egos, ambiciones y una marcada línea de pensamiento neoliberal son algunas de las descripciones que reflejan a la familia Thrombey. Ajena a esos aspectos, se encuentra Marta, una persona humilde, sincera, intolerante a la mentira ya que, cuando lo hace, reacciona vomitando. Un aspecto que además de cumplir su función humorística, sirve de elemento de tensión cuando el personaje debe ocultar la verdad en pos de resolver el misterio: el vómito como descripción de los valores de Marta y como respuesta directa a lo generado por la batalla familiar. Una de las primeras imágenes del film refiere a una taza de Harlan con la inscripción: mi casa, mis reglas, mi café. Bajo ese mandamiento territorial es que la historia se estructura según cómo los variopintos personajes marquen su territorio, apropiándose de lo material pero también de lo personal. Es así como todo lo que se sucede dentro de la mansión funciona como reflejo de su lugar en el mundo, tanto de los Thrombey como de Marta. La joven enfermera es una extranjera tanto dentro del país como de la familia para la que trabaja, a pesar del hecho de que son sus propios empleadores los que le informan que ella es parte de la familia. Contrariamente, ellos mismos se encargan de establecer una separación constante para con ella, dejando de lado los falsos buenos tratos. Sea desde el desprecio o desde la ignorancia, la familia refleja una xenofobia que resalta aún más cuando intentan equívocamente ser políticamente correctos, denominando a Marta siempre con una nacionalidad distinta: “es de Honduras, Paraguay, Colombia, Brasil”. Los aspectos negativos de la familia ganan positivamente en calidad de humor para el film. Entre cuchillos y secretos apela, a través de un guión sólido, a elementos clásicos para reescribirlos de forma moderna, lo que hace que posea un entretenido disfrute que le brinda una interesante vuelta de tuerca a este tipo de relatos. El excéntrico histrionismo de los personajes refuerza con gracia las problemáticas surgidas con el hallazgo sin vida de Harlan. Los tiempos del riguroso trabajo detectivesco a la perfección son dejados a un lado, y con ello los aspectos más acartonados toman nuevas dimensiones a través del ridículo, lo que termina ofreciendo erróneas conclusiones o estúpidas persecuciones automovilísticas. Rian Johnson homenajea al género y, al igual que el sentido de apropiación de los Thrombey, se divierte haciéndolo suyo. Su cine, sus reglas, nuestras risas.