Disney ha convertido la historia de Christopher Robin, el niño de los libros de Winnie the Pooh, escritos por A.A. Milne, en la aventura de un adulto hacia aquella infancia que ha perdido en los pliegues de su propia memoria. Pero todo lo que podía ser simple nostalgia o tenue melancolía se llena de fuerza y humor en el mismo nacimiento de los personajes -que no están inspirados en la vida del hijo de Milne, como sí ocurre en la película Goodbye Christopher Robin, ver página 1-, liberados de cualquier marco literario e inmersos en el mismo fluir de la vida.
Marc Forster sorprende a los más escépticos al encontrar la forma más inteligente de convertir ideales infantiles en conquistas sociales, y lograr una película sobre el ocio y el disfrute en el contexto de una Inglaterra dominada por el esfuerzo de posguerra y la austeridad de la reconstrucción.
Más allá de los notables méritos de la animación digital para crear a Winnie the Pooh y sus amigos del Bosque de los Cien Acres (en el que se luce el entrañable burro Eeyore), la magia de la película radica en la convincente mirada de Ewan McGregor sobre mundo que lo rodea. Toda la travesía de su personaje está contenida en su expresión, desde brillo en el momento del amor y su tenue parpadeo en la vida gris de oficinista, hasta el atisbo de un descubrimiento que trasciende los límites de la familia y se afirma en la comprensión del complejo mundo en el que ha crecido.