Las atávicas convenciones del documental y la ficción se desactivan con ánimo de buen salvaje en Chuva é cantoria na aldeia dos mortos, filme de la brasilera Renée Nader Messora y el portugués João Salaviza premiado en Un Certain Regard de Cannes. Lo que nace con lúdico espíritu antropológico –un rodaje de nueve meses entre aborígenes de Pedra Branca (Brasil), que actúan haciendo de sí mismos– deviene materia inclasificable, una fábula naturalista que redescubre el cine.
Ihjãc es un joven de la comunidad Krahô que escucha a su padre fallecido en sueños. Lejos de la ilusión onírica, el llamado ocurre en un claro selvático coronado por una cascada: el filme incorpora el componente mágico desde el comienzo, disolviendo mito y realidad con discreción y sin aspavientos a lo Apichatpong Weerasethakul.
Lo que el espíritu pretende es que Ihjãc impulse el ritual festivo que le permitirá partir hacia las tierras del más allá. El hijo, afectado por esta revelación y el llamado a convertirse en chamán, se siente mal y recurre a un hospital de la ciudad más cercana.
Replegado en su ventana absorta de 16mm, Chuva é cantoria na aldeia dos mortos no explica ni subraya nada: no hay un señalamiento que diga “indígena”, se evade la mirada condescendiente o humanista, el documento se tiñe de invención, la tradición se extravía en una contemporaneidad indefinida.
La virtud de la película es su neutra osadía, que alcanza exabruptos de pop ascético con un colorido loro en primer plano, el reflejo serigráfico de Ihjãc en el agua o una tela roja tendida en el verde complementario del follaje.
Mowgli de un cine-otro, Ihjãc dice en el consultorio médico que no tiene “documentos”, que carece de “identidad”. Su mundo abierto, pobre y desnudo sólo puede existir entre el de los vivos y los muertos.