"Ciegos", fuera del lugar común
Sin desbordes ni sobreactuaciones, apelando a una sobriedad clásica, el primer film en solitario de Zuber presenta la historia de un no vidente que desafía límites y sabe de secretos.
Las veces en que el cine eligió a un hombre ciego como protagonista, lo dotó de habilidades o desarrollos que lo aproximan a la condición de superhéroe. El más famoso no vidente del cine -el de Perfume de mujer, en ambas versiones- decía reconocer a una mujer hermosa por el olfato (en la versión Risi-Gassman) o se bailaba un tangazo de rompe y raja con una naifa ídem (versión Pacino-Martin Brest). Sin llegar a tanto, el Marco de Ciegos desarrolla una hiperactividad que desafía los límites que le fija su impedimento. Cocina, patea la pelota con su hijo, le hace una toma al hermano como humorada de vestuario, juega al ajedrez, lleva un arma y, sobre todo, la emprende a machetazos en medio de la espesura, poniendo en riesgo a todos. A sí mismo más que a nadie. En las dos versiones de Perfume de mujer, el héroe era un militar que, tras quedar ciego en la guerra, quería suicidarse. ¿Será que inconscientemente Marco busca lo mismo? Como su(s) antecesor(es), Marco no nació no vidente. Y tal vez haya perdido la vista en circunstancias muy parecidas.
Hijo de Marco (Marcelo Subiotto), Juan (Benicio Mutti Spinetta, nieto del más grande músico argentino de rock) es también su lazarillo. Está en esa edad (comienzo del secundario, las primeras chicas, los primeros tragos) en que un hijo empieza a necesitar menos de los padres. Marco lo lleva consigo al noreste del país, para visitar a su madre y su hermano (Luis Ziembrowski), y resolver de paso unos asuntos inmobiliarios. Para alguna de esas cosas llegan tarde. Otras le permitirán reencontrarse con la casa de su niñez y primera juventud, antes de ser trasladado al otro extremo del país. Como toda relación entre hermanos, la de Marco y Pedro oscila entre el amor y los roces. Algunos de éstos tienen que ver con cierta transacción. En cuanto a Juan, son las primeras rebeliones contra la autoridad, motivadas tanto por la obcecación del padre en tratar al hijo como lazarillo profesional, como por el encuentro de éste con unos chicos de la zona, todos más o menos de su edad. Más que los chicos, una chica llamada Cuba (Isabel Aladro) con la que le va muy bien en el juego de la botellita. Para Juan es río, birra, beso.
Juan no conocía la faceta “sacada” de su padre, que siempre fue el alegre de la familia y allí, en la espesura de sus recuerdos, se reencontrará con los que más dolor le han hecho y le siguen haciendo. Sin duda uno de los mejores actores de su generación, es evidente que Marcelo Subiotto (La luz incidente, Familia sumergida, La deuda) estudió al detalle expresiones, gestos y modos de andar de gente sin vista. Lo que hasta ahora caracterizaba a Subiotto era la sencillez y funcionalidad, el carácter netamente cinematográfico de su estilo. Pero para representar a un ciego necesariamente hay que componer, y la composición del actor de El crítico y El bosque de los perros tiene aciertos, pero también algunos gestos (movimientos de brazos, sobre todo) que por primera vez parecen destinados a un lucimiento que en los papeles anteriores se daba solo.
En su quinto papel en cine (Primaveray Mi mejor amigo, entre otras), el hijo de Nahuel Mutti y Catarina Spinetta se muestra como el actor perfecto para el papel. Semirrapado como el interno de alguna institución, casi piel y hueso y con una mirada algo asustada, que da paso a la sonrisa al verla a Cuba, Juan es ese chico que oscila entre el aprendizaje de la rebelión y el retroceso acelerado -llamado a la mamá incluido- cuando papá se pone fuera de alcance. Como en la recién estrenada Los sonámbulos, el Pedro de Luis Ziembrowski presenta una faz más amable, más calma, que el de películas como Aballay, El patrón o El eslabón podrido, donde parece rumiar siempre un inminente estallido. Ganador de un premio en el Bafici por la codirigida Soledad al fin del mundo (2006), en su primera película en solitario Fernando Zuber apela a una sobriedad clásica, donde la ceguera no “representa” otra cosa que el hecho simple y brutal de la pérdida de la vista en el campo de batalla.