Dos hombres se columpian entre el hoy y los 70, van y vienen en su cabeza mientras viajan en sendas limusinas hacia el mismo lugar. Ambos fueron contratados por un programa de televisión para ser protagonistas de una “reconciliación”. Antes del show, lo que la cámara encuadra una y otra vez es el espejo retrovisor: quiénes fueron y quiénes son.
Estamos en Irlanda. Uno de los hombres (Liam Neeson) parece un empresario de camino a algún negocio. Sereno, piel tirante, piernas cruzadas. En su adolescencia adoraba calzarse una chaquetita negra que apenas ocultaba su arma, revólver que guardaba junto a viejos juguetes. Apenas un muchachito preocupado por su acné. Pero para ser aceptado en el grupo, tuvo que matar.
El otro hombre (James Nesbitt) es un manojo de nervios. Mira para todos lados con el semblante molido. Increpa a Dios y todavía tiene fuerzas para preguntarle por qué. A su hermano lo masacraron hace 30 años. Él estaba a pocos metros en el momento fatal, jugando a la pelota en la calle, muy concentrado en batir su propio récord. Pateaba contra la pared y la devolvía, una, dos, tres, cuatro… cien. Jamás imaginó que seguiría contando hasta hoy, aguantando la furia, noventa y ocho, noventa y nueve… y vuelta a empezar. Una condena de por vida para no explotar.
Los espejos, otra vez. O su imposibilidad de reflejar. Cinco minutos de gloria (Five minutes in heaven) es una película sobre esas imágenes que nunca se podrán capturar. Si le damos poco crédito al alemán Oliver Hirschbiegel (director de despareja trayectoria), es probable que el film nos resulte por lo menos estrambótico. Pero, justamente, ésa es la idea: sacudir las formas y las formalidades, sabiendo que la culpa no se puede curar. Por eso el relato descoloca, pega volantazos, lleva y trae histrionismos típicos para luego lanzarlos por la ventana. (En lo que sigue, voy a revelar detalles).
A ver: ya pasó casi una hora de película y todo indica que asistiremos a un reality show con suspenso, una performance vistosa entre un hombre que pide perdón y otro que quiere venganza. Pero no, ese lugar común queda abortado por un arrebato, un portazo que desnuda la grotesca simplificación mediática de la memoria político.
Luego el relato se entusiasma con una batalla cuerpo a cuerpo, algo más “cinematográfico” que la propuesta televisiva anterior, para lo cual monta una inesperada coreografía de acción (o de western, como sugirió Horacio Bernades), una escena tan animosamente inverosímil que nos deja un poco frustrados.
Y hay más reversos de la trama: el ex guerrillero a quien creíamos un ejecutivo aburguesado, hoy no es más que un pobre tipo sumido en el vacío, mientras que el otro personaje, con todo los tics de un border para el hospicio, en realidad tiene una linda familia que se convertirá en su última y necesaria palanca.
¿A dónde llegamos con todos estos giros? Quizás a la poco espectacular conclusión de que en tragedias como ésta la redención no existe, como tampoco la catarsis definitiva, aunque la televisión y el cine insistan en narrarlas. El duelo es pesado, pedestre, demasiado inabarcable como para dejarse fotografiar. Aunque tal vez, algún día, se pueda empezar a poner en palabras, de allí que John (Nesbitt) se anime por fin a probar la terapia de grupo. “Compré unas sandalias para venir, porque lo vi en una película. Vi que todos se sentaban en círculo y usaban sandalias”, bromea John con sus compañeros, otro guiño autoconsciente sobre el propósito del film: descreer de las imágenes prefabricadas para salir a pisar lo real.
No se trata de conciliar, porque queda claro que la sutura es imposible. La Historia deberá seguir supurando su malestar.