Ochenta minutos de interés
Cinco minutos de gloria se hace cargo de que en conflictos como el de Irlanda no hay reconciliación posible.
Oliver Hirschbiegel, luego de Invasión y La caída, aborda una historia pequeña aunque con pretensiones universales. Cinco minutos de gloria podría haber sido tranquilamente una obra teatral: su estructura con pocos personajes y escenarios, mucho diálogo más un relato comprimido y elemental –básicamente es el enfrentamiento entre dos hombres-, podrían encajarla de ese modo. Sin embargo, Hirschbiegel consigue imprimirle un pulso cinematográfico particular, que le permite, a pesar de sus poco más de ochenta minutos, insertarse en la memoria del espectador.
A diferencia de sus filmes anteriores, donde se podía apreciar una gran cantidad de personajes y hasta una llamativa dispersión, aquí Hirschbiegel es claramente consciente de que lo que importa es el duelo entre dos hombres, a los que los une un hecho en particular –uno asesinó al hermano del otro, que fue testigo directo-, aunque con perspectivas distintas. A partir de eso, es que puede cimentar a esos dos sujetos de manera tal que podemos percibir cómo sus dos miradas, que parecen opuestas al comienzo, comparten mucho más de lo que parece, para finalmente confluir con total lógica.
Antes que nada, Cinco minutos de gloria se hace cargo de que en conflictos como el de Irlanda no hay reconciliación posible: sólo se puede seguir adelante, lo cual no significa olvidar. La víctima vive con el dolor y la ira por siempre, el victimario carga perpetuamente con el peso de sus actos. A la vez, no se puede eludir la responsabilidad: por eso contemplamos al asesino encarnado por Liam Neeson reconocer que nadie lo forzó, que nada lo obligó, que él aceptó y quiso matar, y que su arrepentimiento no va a revivir a nadie. Del mismo modo, el hermano del asesinado sólo puede concebir su vida en función de ese acontecimiento terrible que le tocó vivir durante su infancia.
En cierto modo, todo esto es una patada en los huevos a la corrección política y al medio televisivo que la promueve. Exceptuando a una mujer de la producción, todos los periodistas o responsables del programa que intenta reunir a esas dos caras de la misma moneda que personifican Alistair Little y Joe Griffin quedan muy mal parados. No buscan la verdad, buscan un apretón de manos, un abrazo que simbolicen el perdón y, a la vez, el olvido.
Y aunque por momentos Cinco minutos de gloria recurra demasiado al discurso o caiga en exageraciones o redundancias, cuenta con lo mínimo indispensable para el evento al que se refiere: dos actores en la mejor de sus formas, efectuando una particular catarsis a través de dos métodos diferenciados. Si el Alistair Little interpretado por Neeson hace la procesión por dentro, con mínimos gestos y acciones que delatan sus miedos, remordimientos y convicciones, el Joe Griffin encarnado por James Nesbitt es un sujeto al borde la explosión permanente, con toda una carga de violencia y frustración lista para salir a la luz. El encuentro final entre los dos, predecible pero a la vez coherente, adquiere significación a nivel político, discursivo, corpóreo y actoral. Nada mal para un filme tan pequeño.