Sexo, dinero y juguetes estimulantes.
Surgida de un bestseller, expandido por el marketing publicitario, la película expone la relación de sublimación, dominio, esclavitud y dependencia entre un millonario y una estudiante universitaria. Más publicidad que cine.
De vez en cuando la pacata sociedad estadounidense (¿sólo ella?) necesita disimular su puritanismo social y sexual a través de la literatura, el cine u otro rubro artístico. Ahora le toca a 50 sombras de Grey, las hojas escritas por Erika Leonard James, que ya tienen su correspondiente y obvio pasaje al cine. El millonario Christian Grey y la estudiante universitaria Anastasia Steelese pertenecen a esa fauna de personajes germinados por una literatura masiva y poco recordable, expandidos por el marketing publicitario y permeables a que se hable de ellos en la televisión, la oficina, la calle, el café, las reuniones entre amigas o amigos. O en pareja. De cine, tampoco de literatura, casi nada; en todo caso, Grey y Anastasia son objetos de inmediato consumo que a los años se convertirán en material descartable a la espera de sus nuevos remplazos. Pero claro, el aspecto democrático del cine es que hay lugar para ellos y su historia de amor, deseo, sexo, merchadising ad-hoc, sublimación, dominio, esclavitud, dependencia. Hay espacio para un film menos que menor, contado como si se tratara de una publicidad que estimula la obscenidad a través del dinero, una especie de cuento de hadas con dos sujetos antagónicos, un tipo que expele riqueza y poder por todos lados y una estudiante de literatura fan de Thomas Hardy que trabaja en una ferretería. Los personajes secundarios (la madre de él, la familia de ella, su amiga) son unidimensionales, de mínimas variantes, esquemas más que criaturas de ficción. Los diálogos resuenan a frases algo cachondas pero sin su posterior transpiración sexual, ya que las imágenes se inclinan al calculado corte en el montaje como si cada encuentro de la pareja pareciera un polvo clip que deja ver los cuerpos de manera fragmentada. Uf, cómo se extraña a la ya veterana Bajos instintos, ya que 50 sombras de Grey, desde lo formal, se acerca a Nueve semanas y media ahora sin frutilla y saliva pero sí con juguetes sexuales para propiciar el consumo aceptado por las clases medias y su visión tilinga del mundo. Dakota Johnson (sí, la hija del intérprete de División Miami y Melanie Griffith) y Jamie Dornan hacen lo que pueden con semejantes materiales, tan lejos de un análisis serio. Más aun, pobres ambos, no parecen interpretar papeles sino estar posando para publicidades gráficas de ropa interior. ¿Y las escenas de sexo? Uf, aburridas y calculadas, como la película misma o, en todo caso, afirmando las características de un éxito literario y cinematográfico que estimula a la venta inmediata desde una voracidad empresarial y económica que se da la mano con una visión sobre el sexo y la pareja chiquita, ínfima, casi inexistente.