Sombras nada más… y nada menos
Cincuenta sombras de Grey no es cine. Es un fenómeno al que estos tiempos globalizados nos tiene acostumbrados. Un best seller mundial a partir de una campaña de marketing agresiva que llega a la pantalla grande en busca de seguir sumando millones: en público y en recaudación. Una historia de amor que pretende adentrarse en el mundo del deseo femenino con toques de provocación y transgresión sexual.
Anastasia Steele (Dakota Johnson), estudiante de literatura inglesa y virgen, conoce a Christian Grey (Jamie Dornan), un joven empresario multimillonario (del que se enamora y al que enamora) que la seduce y le propone una relación (contractual) con base en el bondage, el S/M y la sumisión.
La película desarrolla este planteo con todo el puritanismo y la pacatería que ya le conocemos a Hollywood. Un estilo que impone una puesta en escena que recurre a imágenes edulcoradas, esteticistas y de origen publicitario. Pura frialdad para representar el erotismo o el goce de los cuerpos -que además dicho sea de paso expone más a la mujer que al hombre-, que se confunde con exhibición de piel y gemidos.
Una pareja protagónica de actores casi desconocidos, bonitos pero tampoco poseedores de esa belleza extraordinaria que sólo los haría “ideales” (he ahí el único acierto de casting donde la identificación se hace menos fácil que posible), que no consiguen hacernos creer en su vínculo y deben lidiar con unos diálogos y unas situaciones que dan vergüenza. Una producción que se juega por la ostentación sólo por la ostentación misma (helicópteros, planeadores, departamentos de lujo, vestidores enormes y repletos y bla bla bla). El guión es de una chatura tan lamentable que sólo aburre y da cuenta de su interés de acaparar todos los targets posibles, lo que hace que la película no tome ningún riesgo. Uno, además, podría inferir cierta culpa en contar lo que se cuenta ya que en esta primera parte (no olvidemos que la base originaria es una trilogía) empiezan a asomar justificaciones de las acciones o gustos que se exponen, como para “salvar” a los personajes.
Podríamos repasar la idea de perversión que desarrolló Freud o considerar el pasaje del placer al deseo en el Siglo XX que investigó Foucault o discurrir en los avances que el feminismo y los estudios culturales introdujeron en la sociedad, pero sería un uso exagerado de herramientas y conceptos para una crítica cinematográfica sobre esto que es ni más ni menos que un producto. Pero eso sí, un producto que toca determinadas sensibilidades en las capas medias, especialmente femeninas. Quizá sobre eso importe pensar y no anular la discusión con la (des)calificación de “lectura de amas de casas” o “pelis para cuarentonas insatisfechas” o “porno para mamás”.
Las decisiones personales sobre el sexo, el placer y el deseo son íntimas; la exhibición y la tematización de los mismos, especialmente en este tipo de casos donde los libros y el cine aparecen “naturalizados” como entretenimientos y procuran -con la ayuda de los formadores de opinión- borrar su pedagogía e ideología que pretenden inocular en un público más naive, son aquello que debe ser imprescindible y necesariamente analizado y reflexionado.