Sombras, nada más
La adaptación del millonario best-seller de E.L. James demandará, acorde a su episódico carácter de trilogía, tres largometrajes. Sin embargo, en su primera entrega todo sucede pronto. En el arranque, la estudiante de literatura inglesa Anastasia Steele aterriza en el emporio del joven magnate Christian Grey para entrevistarlo. ¿Cuál es su atractivo periodístico? No se sabe. Así que la iniciativa la toma (aunque no asombra) el magnate. “¿Quién es tu favorito? ¿Jane Austen, Emily Brontë o Thomas Hardy?”. Curioso: en el siglo XXI, da por sentado este film, aún se estudia literatura inglesa pensando en autores victorianos.
Cincuenta sombras de Grey es un cuento de hadas con cartitas de smartphone. Anastasia jamás imaginó que podría enamorar al rey de Seattle; la diferencia es que los nuevos reyes pueden pavonearse por su feudo (en helicóptero, flotilla de autos deportivos o un planeador) y hacer retorcidos reclamos. Para ser amada, Anastasia debe firmar un contrato que autoriza a Grey a tenerla de esclava sexual, entre otras cosas. Comparado al desparpajo de La secretaria, el film protagonizado por James Spader y Maggie Gyllenhaal (inevitable antecedente), este anticipado blockbuster se siente estéril, maniqueo como la novela de la tarde. Su superfluo clasicismo se refleja en la musicalización de cada escena: cuando su presa es esquiva, Grey toca melodías tristes al piano en su torre de marfil; cuando hay buen ánimo, suena un tema de los Stones; cuando hay clima de seducción, canta Sinatra. Hasta el próximo episodio.