Sin sombras de erotismo real
Dos años después del inmenso éxito de Cincuenta sombras de Grey llega esta secuela basada en la segunda parte de la trilogía de novelas eróticas escritas por E. L. James. El arranque de Cincuenta sombras más oscuras es divertido porque Foley parece apostar a un tono autoparódico, como si aceptara sin prejuicio su lugar de película poco prestigiosa basada en literatura de consumo efímero. Pero es un espejismo. Pasados esos primeros minutos todo se torna solemne y monocorde hasta lo irritante.
Tras resistirse (un poco) y hacerse desear (otro tanto), Anastasia Steele (Dakota Johnson) aceptará volver con el enamoradizo multimillonario Christian Grey (Jamie Dorman), siempre que éste logre controlar su adicción a las perversiones sádicas. Esta segunda entrega resulta incluso menos desafiante que la original. Anastasia es descripta como una mujer fuerte e independiente, que quiere crecer en una editorial y no ser manipulada por Christian. Los enfrentamientos, entonces, serán con el jefe de ella (Eric Johnson), la veterana mentora del protagonista (una deslucida Kim Basinger, quien supo brillar en este subgénero del softcore con Nueve semanas y media) y una ex amante de él (Bella Heathcote). Lo mejor del film es Johnson, que sale airosa de las situaciones y parlamentos más absurdos. Pero lo peor no es su superficialidad y previsibilidad sino que carece de erotismo. El pecado principal para un producto que se vende desde la audacia y la provocación.