Los cines cierran. Especialmente los que están en los barrios, pero no sólo ellos. No se trata de un fenómeno circunscripto con exclusividad al pasado reciente, esa década álgida de los años noventa en la que las salas de cine se reconvertían en playas de estacionamiento, salas de bingo o templos dedicados al culto religioso. En una queja repetida, la película de Brunetto señala el inicio del desastre mucho antes, pero se encarga de diseñar su propio eje del mal en el que los dioses (nótese el plural) y los juegos de azar parecen constituirse en los enemigos más visibles del cine. Acaso por desinterés, se dejan otras variables de lado para el cierre. Cines, dioses y billetes se preocupa en principio menos por pensar cabalmente esa desaparición que en instalarse sobre un lecho de nostalgia en la que la alusión a la inefable película Cinema Paradiso parece operar como seña de pertenencia. Hubo un tiempo que fue hermoso: es el diagnóstico de la película. Había muchos cines en la Capital y en el conurbano, al que se le dedica en verdad la película, más que nada el partido de Avellaneda y su zona de influencia: los cines de barrio, salas majestuosas, al menos en sus ínfulas; salas de cine erigidas como panteones, como modernos templos de alguna clase de veneración pagana. Lugares en los que el público se religaba a sí mismo mediante esa ceremonia tenaz de las luces y las sombras, conseguía reconocerse como parte de un todo, de una argamasa cósmica que alcanzaba su forma definitiva en la fruición y la pasión compartidas. Como lo recordaba Edgardo Cozarinsky, eran los palacios plebeyos, que invitaban a la aventura y al éxtasis. Se podía levantar la vista al techo y mirar unas estrellas tan brillantes. Eso pasaba por lo menos en algún cine de esta ciudad de Buenos Aires. Es verdad: el espectador se transportaba. Hay bastante literatura al respecto.
Al director de Cines, dioses y billetes no parece importarle, si embargo, el carácter de las imágenes del cine –su densidad y pertinencia particulares– sino más bien el fantasma comunitario que esas imágenes son capaces de invocar. O eran capaces, que de eso se trata el asombro doliente que se asoma en la película. No importan los directores. Los títulos, casi tampoco. Apenas. Lo que cuenta es el desplazamiento ritualizado del público a las salas, el acto de asistencia que nos confirma junto al otro en el gesto común, en el deseo y en la expectativa con las que participamos del rito. En La última película, de Peter Bogdanovich, cierra el cine, también: una sala de pueblo, en ese caso. Pero allí lo que realmente pesa del asunto es la clase de cine que se acaba, el momento de esencial clausura que a partir de ahí se verifica. Es el cine de los semidioses el que no va a estar más, pues son ellos los que tienen el secreto que el director intenta desentrañar en su libro Who The Devil Made it, es un cine único y por tanto irrepetible, confeccionado en buena medida en base a chispazos de genio aislados, fragmentos de saber a los que hay que atrapar para ver si nos dicen algo. Cinema Paradiso, en cambio, se acerca más a la idea de la experiencia común perdida que era hija directa de la situación del cine como industria. Brunetto intenta problematizar ese tipo de ausencia. Cine, dioses y billetes se ahorra en parte las lágrimas, pero su reclamo está cocido con el mismo barro que usó Tornatore. El mundo cambia, es una tristeza, dice la película de Brunetto: se levantan casas en las cuales la gente se dedica a timbear. O, en su defecto, casas en las que moran pastores gritones y dioses venales. Billetes y más billetes. Como si antes no se cobrara entrada o el cine no movilizara prácticamente desde su nacimiento negocios millonarios. Los trabajadores de las salas, proyectoristas, acomodadores, muchos relocalizados actualmente en los complejos de los shopings, recuerdan aquello en Cines, dioses y billetes. Sus relatos son amenos, amables, constituyen el murmullo de genuina melancolía sobre el que se asienta la película. Puede conmover el testimonio de esos hombres: son sus días de gloria los que se fueron. Aquellos en los que había cuadras de cola de espectadores. Son seres regios pertenecientes a una raza envejecida, diezmada a golpes de tiempo: titanes de una generación perdida. Nada menos. La película recuerda todo eso como un poema cantado en voz baja: cambia, todo cambia. Ya lo sabíamos, pero Cines, dioses y billetes insiste en hacer de las novedades operadas en el consumo de películas (pues también se trata de eso, si se lo examina bien) un problema existencial. El director establece el combate, presenta sus armas, pero el enemigo es más esquivo de lo que parece, y la película no alcanza a esclarecer de qué clase de oponente se trata, cómo llegó ahí, cuál es su estrategia. Entonces, sólo le queda la incomodidad, la admonición solapada de orden moral. Y el sentimiento de piedad por aquello que ya no es.