Había una vez un circo
Quienes sigan la cartelera nacional sabrán que los documentales testimoniales se han vuelto una sana costumbre del cine argentino. Basta recordar las notables El etnógrafo, la coproducción Sibila o El Impenetrable. En esa línea se inscribe Cirquera, dirigido a cuatro manos por Andrés Habegger (Imagen final) y Diana Rutkus. Hija de madre equilibrista y padre domador de leones, ella y su familia son el punto central del film.
A priori, había material para contar, ya que Rutkus vivió su infancia acompañando por todo el país al circo de sus padres, haciendo del nomadismo una rutina, hasta que la pareja abandonó el oficio para comenzar una vida que hoy los encuentra compartiendo la ancianidad en una casa en las afueras de la ciudad de La Plata.
A partir de esa anécdota, la dupla recupera la historia de aquella familia. “Para mí era normal que mi casa tuviera ruedas”, dice la voz en off de la cineasta en referencia a su niñez. Claro que no todo fue color de rosas, y su hermano se encargará de recordar que la rotación geográfica le deparó soledad y muy pocos amigos. Para los padres y compañeros, en cambio, el asunto es diametralmente opuesto. Tanto que aún hoy lagrimean ante el recuerdo patentizado en la visualización conjunta de fotos y afiches de aquellos años.
Cirquera hace de la nostalgia una de sus constantes. El problema es que muchas veces no sabe qué hacer con ella. Si en algunos momentos la utiliza para lograr momentos de extraordinaria sinceridad, como en aquellos dedicados a evidenciar la triste certeza de los protagonistas de que aquel pasado fue el mejor o como cuando la propia Rutkus recorre un circo actual y observa desde el fondo del cuadro a una joven artista alistándose para un show, vislumbrando en ella aquello que pudo haber sido si la familia hubiera seguido en el oficio; en otros opera adosándole una patina de bronce que acercan el asunto a un mero homenaje. Con más de lo primero y menos de lo segundo, Cirquera hubiera sido mucho más que un buen documental.