Una boda y dos funerales
Sebastián de Caro (20.000 Besos) es un cinéfilo apasionado. Cada fotograma de su nueva realización, Claudia (2019), destila amor al cine, por la multiplicidad de referencias, por las innumerables evocaciones, por algunos climas que remiten a otros realizadores, aunque justamente, ese mecanismo de homenaje se convierte en el peor aliado a la hora de contar la historia del personaje principal.
De Caro presenta a Claudia (Dolores Fonzi) como una versión actualizada de la Pam Grier de Jackie Brown (1997), con la misma vestimenta y peinado, similares tonos de fotografía, automóvil parecido, pero con un universo completamente diferente, el de una organizadora de eventos a la que le obsesionan de sobremanera los detalles, perdiendo el norte real de su vida y compitiendo con cualquiera que se ponga delante de sus objetivos. Por eso tras la pérdida de su padre, la boda que debe reorganizar se transforma en un verdadero desastre.
El guion la detalla a Claudia en cuerpo y forma, una mujer que cree en sí misma pero que se pierde entre adicciones, ansiedades y miserias. Claudia es obsesiva, sí, pero también es metódica, y con esas dos fuerzas comenzará a transitar los extraños recovecos de la historia que en el devenir se distancia de aquello que debería estar más cercano, su protagonista. Al avanzar en la boda Claudia debe lidiar con la inseguridad de una novia intensa (Paula Baldini), el despiste del novio (Julián Kartún), el asedio del primo de la novia y su pareja (Gastón Cocchiarale y Julieta Cayetina), un misterioso mago (Santiago Gobernori) y un suegro severo (Jorge Prado), que desea que todo sea como se había planificado originalmente.
Por suerte Claudia cuenta con la complicidad de su asistente (Laura Paredes), quien servirá de acompañante cuando intente develar las verdaderas razones por las cuales la novia no desea concretar el matrimonio, virando el timón de la historia hacia una de detectives que termina por desdibujar los límites de la ficción y los géneros con los que juega. Ni siquiera los gags más elaborados pueden sortear una historia pequeña, sin mucho vuelo, y reiterativa.
A la notoria falta de timing, y un tono desacertado en las actuaciones, se suman problemas de estructura y de coherencia, como así también una traición hacia aquello que supuestamente Claudia debería contar, porque en su disfraz de aparente comedia no logra trascender su propuesta, disolviendo aquella promesa de carcajadas originales en la triste realidad de un híbrido que considera que sólo con el artificio de la imagen (por cierto muy lograda) y homenajes a cineastas como David Lynch (tal vez uno de los momentos más logrados de la película, junto con una escena en la que la protagonista se pone a dar órdenes en un velatorio) puede suplir la gracia que carece y que desde el primer momento se le reclama.