El Atlas de las Nubes
En España se la dio a conocer como “El Atlas de las Nubes”, mientras que en América Latina como “Cloud Atlas: La Red Invisible”. Esto es así porque, como todo el mundo sabe, los latinoamericanos somos un poquito subnormales, nos gusta mezclar idiomas todo el tiempo y necesitamos que nos expliquen cada tres segundos cómo son las cosas en forma detallada. La peli (de 2012) se basa en la novela homónima de David Mitchell, publicada en 2004. La dirigieron Tom Tykwer (el de Corre, Lola, corre) y los hermanos Andy y Lana Wachowsky (sí, esos, los de Matrix). A lo largo de la película, de casi tres (sí, 3) horas de duración, se suceden seis (sí, 6) historias. Hay un montón de protagonistas, incluyendo superestrellas como Tom Hanks, Halle Berry y Hugh Grant. Al final se van imponiendo visualmente Tom Hanks y la bella Halle Berry por sobre todos los demás, y ya sobre el cierre se dan un beso y se toman de la mano. Los Wachowsky entienden que eso es cerrar una historia, que en este caso serían seis. Dale que va. Lleven pochoclo.
Mejor no les cuento las seis historias, ni siquiera en resumen apretado. Vayan a Internet y averigüen. La ficha completa de la peli tampoco. Para eso está el sitio oficial (acá va el sitio en español: http://wwws.warnerbros.es/cloudatlas/). Más resumido aparece en Wikipedia (http://es.wikipedia.org/wiki/Cloud_Atlas), que además trae un simpático cuadrito en donde constan los distintos personajes encarnados por los actores para cada una de las historias (sí, los mismos actores de una historia interpretan a los personajes de otra; les advierto que la mano viene confusa). Pero quisiera rescatar dos cosas: la música (compuesta por el propio Tykwe) no fascina para nada excepto cuando se calma y aparecen los solos de piano; segundo, el montaje estuvo a cargo de Alexander Berner, un tipo a tener en cuenta porque logra, por momentos, enganches deslumbrantes.
Wikipedia nos cuenta que, de acuerdo con el novelista David Mitchell, la película se desarrolla “…como una especie de mosaico puntillista: nos mantenemos en cada uno de los seis mundos sólo el tiempo suficiente para que el gancho se hunda, y de ahí que los dardos de la película de un mundo a otro vayan a la velocidad de un plato giratorio, revisando cada narrativa durante el tiempo suficiente para impulsarlo hacia adelante”. Sí, ya sé, yo tampoco entendí un cuerno de todo esto, pero seguro que es porque somos latinoamericanos. Imagínense, mejor, a un chabón con un mazo de cartas. El tipo mezcla y mezcla las cartas, y cada tanto coloca seis sobre la mesa. Sí, adivinaron, son siempre las mismas seis, pero cambia el orden en que aparecen. Ojo, no necesariamente tiene que ser un bodrio todo esto, eh? Les cuento que en realidad uno la pasa bastante bien las primeras dos horas, aunque ya la tercera es un plomazo. Pero vayamos por partes.
Una historia (en la novela de Mitchell se llama: “El diario del Pacífico de Adam Ewing”) transcurre hacia 1850 y hay barcos, marineros, monedas de oro y cosas así. Hay mucha luz y dominan los colores dorados, a veces los celestes. La segunda historia (“Cartas desde Zedelghem”) ocurre en 1936 en las islas británicas. Dominan los sepias y los climas románticos, y se toca mucho el piano. En la tercera (“Semivida: el primer misterio de Luisa Rey”) estamos en San Francisco en 1973. Hay porro, periodismo, centrales nucleares y una tonalidad parda con algo de amarillo. La cuarta historia, “El horrible calvario de Timothy Cavendish”, es de ahora (2012), en Gran Bretaña, y no tiene tonalidades dominantes; abundan las enfermeras, los editores y las situaciones ridículas sin ninguna gracia. La quinta historia (“Una oración de Sonmi-451”) es de tono dark. Transcurre en el año 2144 en Neo-Seúl. Parecen todos chinos, domina el negro y el clima es distópico, más onda Blade Runner que Matrix. La sexta y última historia (“El cruce de Slusha, y todo lo que vino después”), ocurre en las islas de Hawaii en un futuro post-apocalíptico, hacia el año 2321. Para esa época somos todos cazadores-recolectores y hay algunas tribus que se dedican a matar a todas las demás y robarles lo que tienen. El jefe de una de estas tribus es Hugh Grant. Les cuento que me llevé una sorpresa mayúscula: cuando a Hugh Grant lo sacan de esos papeles de galán pavote de comedia romántica, ¡es un actorazo!
El lector que aguantó la reseña hasta acá se estará preguntando: ¿cómo es que jamás escuché hablar de esta peli? La respuesta es fácil: cuando se estrenó en USA y Europa resultó un tremendo fracaso comercial. Se gastaron como 100 millones de dólares en hacerla (un vagón de plata si se piensa que fue realizada como producción independiente) y resulta que en las primeras semanas de estreno no recaudaron ni 30. Paf, al archivo y al olvido. Pronto se transformó en una película de culto, capaz de conmover a la clase de persona que se conmovió con un filme como El árbol de la vida, de Terrence Malick. Esto último es mi caso, así que no me quejo. Igual les cuento que El Atlas de las Nubes juguetea entre lo sublime y el bodrio todo el tiempo. En muchos momentos gana lo sublime, aclaramos. Quien esto escribe la vio dos veces, y vería algunos pasajes una tercera vez, confiesa. Visualmente es muy bella, los enganches entre historias están muy bien hechos; hay algo coral en el estilo del montaje.
Las actuaciones son desparejas. Susan Sarandon la más despareja de todas. Tom Hanks es un gran actor, pero eso ya lo sabíamos. El maquillaje es francamente malo en algunas historias. Las historias comienzan bien pero varias de ellas terminan de cualquier manera, y se nota. Este conjunto de cosas hace que la peli derrape definitivamente a partir de la segunda hora. Se nota que les agarró el apuro, o se quedaron sin plata, o los actores amenazaban con hacer huelga con tanto personaje, o simplemente se hartaron todos y empezaron a irse. Para colmo, si aguantan hasta los títulos del final, presenciarán el espectáculo dantesco de escuchar por diez minutos la musiquita repitiendo una misma melodía en tres entornos musicales distintos, porque vieron que los espectadores son idiotas, sobre todo los latinoamericanos, y hay que machacarles un poco las cosas complejas.
Nada de esto bastaría para arruinar la película en forma individual. Hay un detalle, sin embargo, que molesta todo el tiempo. Se trata de esa franela Matrixera de los hermanos Wachowsky. Esa cosa de proponer algo disparatado y sostenerlo a fuerza de supuestas virtudes del relato, supuestas sutilezas del guión, cuando en realidad sólo son artificios, palabras y giros grandilocuentes carentes de la menor sustancia. Por ejemplo, la mezcla infame de conceptos en torno a nuestras acciones y sus consecuencias, sumados a la mezcla forzada de la idea de paraíso cristiano con eterno retorno y reencarnación oriental. Exactamente a la hora 27 minutos, o sea, hacia la mitad de la película, encontramos la frase que encierra el “misterio” de esta peli. La escribe en un papel un físico nuclear, en el preciso instante en que toma un avión que no lo llevará a ninguna parte:
“El acto de creer, como el miedo y el amor, debe ser entendido como entendemos la teoría de la relatividad y los principios de incertidumbre. Fenómenos que determinan el curso de nuestras vidas. Ayer, mi vida se dirigía en una dirección; hoy se dirige en otra. Ayer, hubiese creído que jamás habría hecho lo que hice hoy. Estas fuerzas, que suelen rehacer el tiempo y el espacio, y pueden dar forma y alterar lo que imaginamos que somos, comienzan mucho antes de nuestro nacimiento y continúan después de nuestra muerte. Al igual que las trayectorias cuánticas, nuestras vidas y nuestras decisiones se entienden a cada momento. Cada intersección, cada encuentro, sugiere una nueva dirección potencial.” La frase se toma como “explicación” del déjà vu que sienten los personajes al pasar de una historia a otra, como si cada una fuera un capítulo de una misma historia individual. O sea, la reencarnación existe y echale la culpa a la cuántica. Es que para los hermanos Wachowsky no existen ni el cuerpo social ni la Historia: el todo se reduce a la suma de las partes. Uno de los personajes dice en un momento, cerca del final: “¿Pero qué es el océano sino la suma de millones de gotas?” No, chicos, es más que eso. ¿Nunca escucharon hablar de las propiedades emergentes?