The revenant/El renacido: El camino del dolor El renacido (The Revenant, 2015) es una notable película dirigida por Alejandro González Iñárritu y actuada por Leonardo DiCaprio, Tom Hardy, Domhnall Gleeson y Will Poulter, entre otros. La fotografía, por momentos deslumbrante, estuvo a cargo de Emmanuel Lubezky. La sobria, ominosa banda de sonido fue realizada por Ryuichi Sakamoto y Alva Noto. En los párrafos que siguen se cuentan aspectos del argumento y algunas escenas y momentos de la peli, así que están avisados. “El tema de la película es la supervivencia y el crecimiento espiritual a través del dolor físico“, les dice el director a los actores y personal técnico en un corto sobre el proceso de realización de la misma. “Ya no tengo miedo a morir: ya lo he hecho“, dice, por su parte, el personaje de DiCaprio. En esas dos frases se encierra buena parte del sentido de la obra. Su estructura sigue un esquema clásico de la literatura y el cine de América del Norte: el viaje, el cual no sólo consiste en un recorrido por el espacio sino que es también una travesía del espíritu. La acción transcurre sobre las nacientes del Río Missouri, posiblemente en Wyoming (en algún momento se habla de Yellowstone), cerca de Canadá, en el Oeste nevado y frío de los EEUU. (En los títulos del final se señalan tres lugares de rodaje en exteriores: Montana, California y… ¡Tierra del Fuego!). Los escenarios son los del bosque boreal y la pradera en un gélido, húmedo invierno de comienzos del Siglo XIX. Abundan las tomas atmosféricas al estilo de las de Terrence Malick (la bruma en la mañana, el sol entre las nubes, la noche estrellada, el bosque en silencio), minimalistas y grandiosas a la vez, acentuando el deslumbramiento del personaje principal en el devenir de la historia. El tono general de la obra recuerda a los cuentos de Jack London sobre los buscadores de oro en Alaska (e.g., “La hoguera”). Esto es, la lucha del hombre contra sus circunstancias, lucha que desembocará en triunfos o derrotas épicas o, más raramente, en el despertar de la consciencia. Hay un constante juego de dualidades en el desarrollo de la trama: frío-calor, hambre-saciedad, culpa-justificación, espiritualidad-materialismo, justicia-venganza. De todas ellas, la más lograda es la primera: el frío es algo que se siente casi físicamente, ya sea en las escenas que transcurren en el bosque húmedo como en las que muestran caminatas por la llanura nevada, cabalgatas en medio de una violenta lluvia invernal o la fuga a través de un río helado. El espectador agradece la luz amarillenta de los fuegos, el abrigo que proporciona una piel de oso o el calor de un trago de whisky. Otra tensión, menos lograda, es la que contrapone la espiritualidad que se desprende de cierto orden cósmico con el materialismo de los cazadores de animales. La primera se percibe en los sueños del personaje principal, en las visiones del bosque y en las tomas con cámara fija de los grandes paisajes de las llanuras norteamericanas. El materialismo es palpable ya desde la primera escena, en donde se muestra un aquelarre de cadáveres de castores, los que son despanzurrados para la extracción de su piel. Los cazadores son la más perfecta expresión del capitalismo extractivo de los siglos XIX y XX. Depredadores brutales, genocidas prolijos, capaces de incendiar el mundo por un fajo de billetes. El personaje central es Hugh Glass (DiCaprio); la primera toma de la película consiste en un paneo vertical de la cámara sobre un lecho en el que descansan Glass, su esposa y su hijo. La toma, un evidente homenaje al Tarkovski de Stalker, nos anticipa que Glass es más que un explorador a sueldo: es el guía, el sherpa, el conductor de hombres. La segunda escena, una caminata en silencio por un bosque inundado de agua, constituye otro homenaje al director ruso (esta vez, el de La infancia de Iván) y nos dice que el bosque es el escenario de un recorrido pero también el espacio sagrado, la tierra del espíritu. Todo lo importante de esta peli ocurre en el bosque y sus alrededores. El drama de El Renacido se desarrolla en cuatro actos, personificados por cuatro animales, cuatro mamíferos que marcan el tono y el ritmo de la obra, a saber: (1) el alce (conflicto), (2) el oso (dolor), (3) el búfalo (piedad), (4) el caballo (metamorfosis). 1.Alcanzamos a ver el alce apenas un instante, en la punta del rifle de Hugh Glass segundos antes del disparo. Todos los conflictos de la obra se muestran en este acto que dura unos veinte minutos: el de la conquista del Oeste, la lucha entre los conquistadores y los nativos (que concluye con el exterminio de estos últimos), el ecocidio europeo en América (los colonos arrasan con las poblaciones de castores para obtener su piel), los dilemas de la huida por el bosque, el desprecio de Fitzgerald (Tom Hardy) hacia el hijo de Glass, el resentimiento de Glass hacia los que destrozaron su familia. La espectacular escena de batalla entre colonos e indios del comienzo va a figurar en los libros sobre la historia del cine: es brutal, quirúrgica, y al mismo tiempo elegante y fluida como sólo el cine sabe hacerlo cuando lo dirige un maestro. 2.El segundo acto es el más extenso; dura alrededor de una hora y comienza con una de las escenas más sanguinarias que nos ha tocado presenciar en el cine: un oso pardo destrozando minuciosamente a un hombre (Hugh Glass). Al padecimiento físico producido por el oso se le agregan otros desgarros; en primer lugar, la desesperación de Glass ante la muerte de su hijo. La garra asesina del oso y la mano asesina de Fitzgerald marcan el tono del dolor en buena parte de sus manifestaciones. DiCaprio enseña por qué es un gran actor en escenas de tormento que casi no incluyen palabras. La recuperación de las heridas implica más dolor; el recuerdo del hijo y de la esposa lo vuelven casi insoportable. 3.El tercer acto comienza cuando un indio se apiada del hambre de Hugh Glass y le permite comer de un búfalo que él ha rescatado de los lobos. Poco después es Glass el que siente compasión ante el cadáver de ese mismo indio, ahorcado por colonos franceses. Glass, un hombre que ha navegado entre dos culturas, la de los colonos europeos y la de los indios pawnees, amplía su compasión al etnocidio involucrado en la Conquista (véase al respecto la crítica de Alvaro Fuentes en La Cueva de Chauvet). En una serie de escenas oníricas extiende la piedad a su familia, masacrada por el ejército, así como también a los varios eventos de extinción por sobrecaza ocasionada por los europeos en América (una escena muestra montañas de cráneos de búfalos). A medida que se abre el corazón de Glass, emerge en él una religiosidad y una percepción de lo trascendente. Glass sueña recurrentemente con una iglesia en ruinas (símbolo del alma sin dios), en imágenes que constituyen un homenaje al Tarkovsky de Nostalgia. 4.El cuarto y último acto muestra a Glass saliendo de las entrañas de un caballo muerto, en el amanecer posterior a una gélida tormenta de nieve. Otra vez se nos aparece la religiosidad de Tarkovsky en las gotas de agua que inician la escena. Como un insecto adulto emergiendo de una pupa seca, el Glass que sale del caballo es otro hombre, un ser diferente del que fue hasta ese momento. Concordantemente, su planteo moral es distinto: “La venganza está en manos de Dios, no de los hombres”. Si la película hubiese terminado aquí, estaríamos hablando de una obra maestra del cine. Lamentablemente no es así, y en la innecesaria media hora que sigue no se entiende si hay justicia o hay venganza en el final. Curioso en un director que supo hablar con maestría de la reconciliación en su primera (gran) peli, Amores perros. Queda claro, sin embargo, que El renacido es una de esas obras que nos hacen salir del cine agradecidos. No es que interese demasiado más que a los propios actores, pero no les extrañe que este domingo el Oscar al mejor actor se lo lleve Leonardo DiCaprio; tampoco pongan el grito en el cielo si Tom Hardy se lleva otro (fue nominado como mejor actor de reparto). DiCaprio pone más el cuerpo, pero la actuación de ambos es extraordinaria.
A propósito de Star Wars VII Me resulta muy difícil decir algo del último episodio de La Guerra de las Galaxias (Parte VII: El Despertar de la Fuerza), un indudable entretenimiento para niños de hasta doce, digamos trece años de edad. Sonido y furia sin matices, ruido y luces, chapa y neón, vértigo y vacío, poco más que eso. Los decorados, personajes y situaciones recuerdan el batir de un tambor: un segundo están, al otro segundo no están, y así durante dos interminables horas. El cine transformado en una montaña rusa donde al espectador sólo le queda pestañear entre estallidos lumínicos diversos y una amorfa banda sonora que mayormente sirve para acompañar las explosiones. Wikipedia nos sorprende gratamente al calificar a StarWars como dentro del género “Space opera”, algo así como “Teleteatro del espacio”. Antes las hacían de cowboys, ahora son del espacio. En su reseña para La Cueva de Chauvet, Pablo Ceccarelli la resume con precisión: “La saga de StarWars se convirtió en una herramienta al servicio del marketing y la industria que se recompone y regresa para consolidarse en nuevas generaciones y en las viejas que no pueden escapar a la nostalgia.” El objetivo de esta nota no es reseñar la peli sino reproducir y comentar algunos conceptos vertidos por John Wight en su artículo “StarWars y la muerte del cine americano”, publicado a fines del año pasado en el sitio web CounterPunch. El autor comienza señalando el uso frecuente del cine como herramienta de propaganda. Acto seguido argumenta que tanto George Lucas (el creador de StarWars y director de los primeros episodios de la serie) como Steven Spielberg constituyen figuras surgidas en el seno de la reacción al fenómeno contracultural ocurrido en los EEUU durante los sesenta y comienzos de la década de 1970. “Lucas y Spielberg alcanzaron la fama a mediados de los setenta con películas que, más que atacar o cuestionar al establishment, celebraron el papel de este último como protector y árbitro de la moral de la nación”. En su opinión, esta época, que coincide con el agotamiento de los movimientos contraculturales, permitió al cine estadounidense restaurar la mitología del American dream y su carácter de bastión de la democracia. Desde el punto de vista formal, estos nuevos directores habrían de enfatizar el espectáculo cinematográfico en desmedro de la profundidad de la historia o la densidad de los personajes. La aplanadora cerebral de esta nueva narrativa cinematográfica sería entonces algo así como: “están los buenos y están los malos; nosotros somos los buenos; punto”. De hecho, Wight sugiere que la StarWars original de George Lucas tuvo el efecto de volver a hacer sentir bien a los estadounidenses con ellos mismos. Los malos son los otros. Al respecto, y volviendo a la cuestión del cine como propaganda, el autor señala un detalle de la última StarWars: la utilización de un personaje muy parecido al actual presidente ruso, Vladimir Putin, como uno de los generales del bando de los malos (el diabólico Kylo Ren). Qué quieren que les diga; en mi opinión, ni eso. StarWars Episodio Siete es, ni más ni menos, un instrumento de tortura. El equivalente a agarrar a un tipo en la calle y darle con una maza en la cabeza hasta que se le empiece a caer la dentadura por la boca. Lo que queda de esa golpiza es un engendro babeante e incoherente, incapaz de ir al baño sin hacerse pis en los calzones. Este relativamente nuevo estilo de violencia ilimitada con la psiquis de las personas no comenzó con StarWars ni terminará con ella. Hablamos del cine del Fin del Imperio, de una herramienta específica para achicar cabezas, embrutecer conciencias, demoler pautas de conducta, asimilar (digámoslo de una vez) la idea de el genocidio de tres o cuatro millones de personas que viven al otro lado del mundo no está tan mal después de todo. Dos horas de gritarle a la gente que ya no existen más los semitonos, las sombras, los claroscuros, los matices. Nada. Palo y a la bolsa, y si no están con nosotros es porque están en contra.
Mad Max: Historias de sonido y de furia La primer escena remite al desierto norteamericano clásico, ese de los westerns de John Ford y tantos otros: un inmenso valle rojizo a los pies del personaje, que lo mira de pie, inmóvil, de espaldas a la cámara. A su lado está la cabalgadura: una cupé Ford Falcon XB (diseño exclusivo para Australia) modelo 1973, V8, naftera, con toma adicional, externa, de aire y combustible a media altura del capot. La sola visión del perfil de la cupé nos remite al primer Mad Max, aquel de 1979, con Mel Gibson como policía torturado haciendo justicia por mano propia en las rutas solitarias de la Nueva Gales del Sur. Al comienzo de la peli una voz en off nos ofrece, a cuentagotas, datos mínimos para entender el presente postapocalíptico en el que transcurre la historia: crisis económica generalizada, guerras del petróleo, escasez de agua, desertificación y cambio climático, colapso civilizatorio y alguna cosa más que ya no recordamos. Segundos más tarde, sin embargo, un gesto del nuevo Mad Max (un contenido Tom Hardy) nos advierte que esta peli es distinta: súbitamente aplasta con el taco una lagartija mutante, de dos cabezas, y procede a comérsela cruda, de una, sin la menor elegancia. Así comienza la mejor película de lo que va del Siglo XXI. Nos referimos a Mad Max: Furia del camino, la cuarta -y, lo sabemos desde ya, última entrega de la saga-. La muy buena crítica hecha por Horacio Bernades para Página/12 sugiere varios paralelismos entre esta última versión de Mad Max y La Diligencia, de John Ford (véase: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/espectaculos/5-35529-2015-05-14.html). A ver, ¿qué tenemos en común? En primer lugar, una serie de personajes que viajan en un transporte colectivo (en este caso, el Camión de la Nafta), un viaje que les cambia la vida a todos, un conductor (la extraordinaria Charlize Theron, haciendo de la militante Imperator Furiosa), un solitario del camino (Mad Max) perseguido por sus propios fantasmas, enemigos varios que, en lugar de indios, esta vuelta son motoqueros enloquecidos, feministas armadas, bandas de tribus desquiciadas que incluyen antropófagos, torturadores y demás. Y aquí y allá la marca de fábrica de Mad Max, el rasgo que lo hizo famoso, reconocido e imitado en todo el planeta: esos autos, por dios, esos injertos de vehículos imposibles en clave anarko-retro-futurista, volando por las rutas, deslizándose por los desiertos africanos (la película se filmó en la bellísima Namibia), atravesando salitrales, rutas alquitranadas, barriales, gigantescas tormentas de polvo, roquedales insufribles y dunas de arena rojiza. Sonido y furia, chicos, sonido y furia en una apoteosis bizarra! Y encima también se la ofrece en versión 3D; setenta mangos la entrada, si optan por esta última. Vale la pena, papá; llevá pochoclo. No pretendan el menor “mensaje” en Mad Max: Furia del Camino. En cambio, permítanse gozar con esta salvaje pincelada de época, estos pantallazos de nuestro propio presente que el gran George Miller, director y co-guionista, nos ofrece como reflexión sobre esta fase final del Imperio americano y su parafernalia acompañante: crisis económica generalizada, guerras del petróleo, escasez de agua, desertificación y cambio climático, colapso civilizatorio y alguna cosa más que ya no recordamos. Hay miles de alegorías, homenajes y referencias cruzadas en esta Mad Max, de lejos la mejor de la serie. La peli comienza en La Ciudadela, un enclave medieval, con sociedad estratificada en castas y gobernada por un tirano, “Immortan Joe” (Hugh Keas-Byrne), quien usa una máscara presumiblemente de oxígeno cuya morfología remite inmediatamente al alien de Depredator. Hay una casta de seres pálidos, onda muertos vivientes, denominados “media vida”, que son los que operan las máquinas, manejan los vehículos y participan de las operaciones militares. Los “media vida” parecen los zánganos de una colonia de insectos himenópteros, pero al revés: parecieran ser machos estériles. Metáfora del aparato militar-industrial-de inteligencia, vaya uno a saber. Encima, necesitan inyectarse sangre humana todo el tiempo; suponemos que son resabios de radiaciones nucleares en previos conflictos. No todas son contras las de los “media vida”; cada tanto se papean con una especie de aerosol plateado que los pone a punto para la acción de cualquier tipo. Su sueño es casi casi como los delirios del Estado Islámico: morir en la batalla y ser conducidos al paraíso (el Vahlala) de la mano de Immortan Joe. Más abajo está la plebe, sucia y desdentada, a la que se le tira agua de vez en cuando para aplacarla, mantenerla a raya y enseñarle quiénes son los que mandan. Immortan Joe mantiene una serie de reinas, modelos espectaculares a las que preña cada tanto para mantener la especie a flote. La película comienza cuando desde La Ciudadela parte una misión, comandada por Imperator Furiosa, a buscar combustible a la Ciudad de la Nafta. La bella Furiosa, manca y salvaje, tiene sin embargo otros planes: se está llevando de contrabando a las reinas, para conducirlas a la Tierra Verde, un final de redención para la raza humana, sobre todo para las mujeres. No se asusten, el ecologismo y el feminismo son tan berretas en esta primera aproximación que el espectador comprende la broma. Basta de idioteces, nos dice Miller, prendan el camión y que empiecen las carreras. Y qué carreras, chicos, qué carreras! El Ejército Imperial en pleno, un aquelarre de autos injertados sobre ruedas de tractor, motores inverosímiles, chapas delirantes, bajo el comando de Immortan Joe y al ritmo de heavy metal de un guitarrista, al frente de un camión-parlante, tocando con una guitarra que despide fuego por el mango. Dos horas de vértigo al ritmo de bombas, tornillos volando, nafta chorreante, motores enloquecidos, media-vidas en lo alto de mástiles móviles, tiros de trabucos, lanzas, flechas, pistolas, autos-erizo, camiones-cisterna, todos girando enloquecidos por el medio del desierto. Les adelantamos el final, así que después no se quejen; el loco Max convence a Furiosa para que haga lo único posible: dejate de joder con la Tierra Prometida, volvé a La Ciudadela y hacé la revolución, cosita. Y eso ocurre. El final de una saga civilizatoria sólo puede resolverse, no con la idiotez ecologista, paraíso perdido y huerta orgánica, sino con una nueva saga civilizatoria. En eso estamos, chicos. Una última observación, un nuevo giro al pretendido feminismo de la peli. La última escena los muestra a Imperator Furiosa y a Mad Max en la despedida. Furiosa es un desquicio: mugrienta, semimuerta, un ojo cerrado, rengueando; está subiendo con las otras mujeres por un ascensor que es más metafórico que otra cosa. Mad Max, por el contrario, está abajo, de pie, entero, confundido entre la plebe, a punto de darse vuelta e irse para siempre. No es una escena de amor. No se están despidiendo dos amantes. En un suave juego de guiños, gestos y miradas, el Loco Max le está diciendo a la bella Furiosa y, por extensión, a la mujer: “Este es el siglo de ustedes, chicas; háganse cargo a partir de ahora.”
El Atlas de las Nubes En España se la dio a conocer como “El Atlas de las Nubes”, mientras que en América Latina como “Cloud Atlas: La Red Invisible”. Esto es así porque, como todo el mundo sabe, los latinoamericanos somos un poquito subnormales, nos gusta mezclar idiomas todo el tiempo y necesitamos que nos expliquen cada tres segundos cómo son las cosas en forma detallada. La peli (de 2012) se basa en la novela homónima de David Mitchell, publicada en 2004. La dirigieron Tom Tykwer (el de Corre, Lola, corre) y los hermanos Andy y Lana Wachowsky (sí, esos, los de Matrix). A lo largo de la película, de casi tres (sí, 3) horas de duración, se suceden seis (sí, 6) historias. Hay un montón de protagonistas, incluyendo superestrellas como Tom Hanks, Halle Berry y Hugh Grant. Al final se van imponiendo visualmente Tom Hanks y la bella Halle Berry por sobre todos los demás, y ya sobre el cierre se dan un beso y se toman de la mano. Los Wachowsky entienden que eso es cerrar una historia, que en este caso serían seis. Dale que va. Lleven pochoclo. Mejor no les cuento las seis historias, ni siquiera en resumen apretado. Vayan a Internet y averigüen. La ficha completa de la peli tampoco. Para eso está el sitio oficial (acá va el sitio en español: http://wwws.warnerbros.es/cloudatlas/). Más resumido aparece en Wikipedia (http://es.wikipedia.org/wiki/Cloud_Atlas), que además trae un simpático cuadrito en donde constan los distintos personajes encarnados por los actores para cada una de las historias (sí, los mismos actores de una historia interpretan a los personajes de otra; les advierto que la mano viene confusa). Pero quisiera rescatar dos cosas: la música (compuesta por el propio Tykwe) no fascina para nada excepto cuando se calma y aparecen los solos de piano; segundo, el montaje estuvo a cargo de Alexander Berner, un tipo a tener en cuenta porque logra, por momentos, enganches deslumbrantes. Wikipedia nos cuenta que, de acuerdo con el novelista David Mitchell, la película se desarrolla “…como una especie de mosaico puntillista: nos mantenemos en cada uno de los seis mundos sólo el tiempo suficiente para que el gancho se hunda, y de ahí que los dardos de la película de un mundo a otro vayan a la velocidad de un plato giratorio, revisando cada narrativa durante el tiempo suficiente para impulsarlo hacia adelante”. Sí, ya sé, yo tampoco entendí un cuerno de todo esto, pero seguro que es porque somos latinoamericanos. Imagínense, mejor, a un chabón con un mazo de cartas. El tipo mezcla y mezcla las cartas, y cada tanto coloca seis sobre la mesa. Sí, adivinaron, son siempre las mismas seis, pero cambia el orden en que aparecen. Ojo, no necesariamente tiene que ser un bodrio todo esto, eh? Les cuento que en realidad uno la pasa bastante bien las primeras dos horas, aunque ya la tercera es un plomazo. Pero vayamos por partes. Una historia (en la novela de Mitchell se llama: “El diario del Pacífico de Adam Ewing”) transcurre hacia 1850 y hay barcos, marineros, monedas de oro y cosas así. Hay mucha luz y dominan los colores dorados, a veces los celestes. La segunda historia (“Cartas desde Zedelghem”) ocurre en 1936 en las islas británicas. Dominan los sepias y los climas románticos, y se toca mucho el piano. En la tercera (“Semivida: el primer misterio de Luisa Rey”) estamos en San Francisco en 1973. Hay porro, periodismo, centrales nucleares y una tonalidad parda con algo de amarillo. La cuarta historia, “El horrible calvario de Timothy Cavendish”, es de ahora (2012), en Gran Bretaña, y no tiene tonalidades dominantes; abundan las enfermeras, los editores y las situaciones ridículas sin ninguna gracia. La quinta historia (“Una oración de Sonmi-451”) es de tono dark. Transcurre en el año 2144 en Neo-Seúl. Parecen todos chinos, domina el negro y el clima es distópico, más onda Blade Runner que Matrix. La sexta y última historia (“El cruce de Slusha, y todo lo que vino después”), ocurre en las islas de Hawaii en un futuro post-apocalíptico, hacia el año 2321. Para esa época somos todos cazadores-recolectores y hay algunas tribus que se dedican a matar a todas las demás y robarles lo que tienen. El jefe de una de estas tribus es Hugh Grant. Les cuento que me llevé una sorpresa mayúscula: cuando a Hugh Grant lo sacan de esos papeles de galán pavote de comedia romántica, ¡es un actorazo! El lector que aguantó la reseña hasta acá se estará preguntando: ¿cómo es que jamás escuché hablar de esta peli? La respuesta es fácil: cuando se estrenó en USA y Europa resultó un tremendo fracaso comercial. Se gastaron como 100 millones de dólares en hacerla (un vagón de plata si se piensa que fue realizada como producción independiente) y resulta que en las primeras semanas de estreno no recaudaron ni 30. Paf, al archivo y al olvido. Pronto se transformó en una película de culto, capaz de conmover a la clase de persona que se conmovió con un filme como El árbol de la vida, de Terrence Malick. Esto último es mi caso, así que no me quejo. Igual les cuento que El Atlas de las Nubes juguetea entre lo sublime y el bodrio todo el tiempo. En muchos momentos gana lo sublime, aclaramos. Quien esto escribe la vio dos veces, y vería algunos pasajes una tercera vez, confiesa. Visualmente es muy bella, los enganches entre historias están muy bien hechos; hay algo coral en el estilo del montaje. Las actuaciones son desparejas. Susan Sarandon la más despareja de todas. Tom Hanks es un gran actor, pero eso ya lo sabíamos. El maquillaje es francamente malo en algunas historias. Las historias comienzan bien pero varias de ellas terminan de cualquier manera, y se nota. Este conjunto de cosas hace que la peli derrape definitivamente a partir de la segunda hora. Se nota que les agarró el apuro, o se quedaron sin plata, o los actores amenazaban con hacer huelga con tanto personaje, o simplemente se hartaron todos y empezaron a irse. Para colmo, si aguantan hasta los títulos del final, presenciarán el espectáculo dantesco de escuchar por diez minutos la musiquita repitiendo una misma melodía en tres entornos musicales distintos, porque vieron que los espectadores son idiotas, sobre todo los latinoamericanos, y hay que machacarles un poco las cosas complejas. Nada de esto bastaría para arruinar la película en forma individual. Hay un detalle, sin embargo, que molesta todo el tiempo. Se trata de esa franela Matrixera de los hermanos Wachowsky. Esa cosa de proponer algo disparatado y sostenerlo a fuerza de supuestas virtudes del relato, supuestas sutilezas del guión, cuando en realidad sólo son artificios, palabras y giros grandilocuentes carentes de la menor sustancia. Por ejemplo, la mezcla infame de conceptos en torno a nuestras acciones y sus consecuencias, sumados a la mezcla forzada de la idea de paraíso cristiano con eterno retorno y reencarnación oriental. Exactamente a la hora 27 minutos, o sea, hacia la mitad de la película, encontramos la frase que encierra el “misterio” de esta peli. La escribe en un papel un físico nuclear, en el preciso instante en que toma un avión que no lo llevará a ninguna parte: “El acto de creer, como el miedo y el amor, debe ser entendido como entendemos la teoría de la relatividad y los principios de incertidumbre. Fenómenos que determinan el curso de nuestras vidas. Ayer, mi vida se dirigía en una dirección; hoy se dirige en otra. Ayer, hubiese creído que jamás habría hecho lo que hice hoy. Estas fuerzas, que suelen rehacer el tiempo y el espacio, y pueden dar forma y alterar lo que imaginamos que somos, comienzan mucho antes de nuestro nacimiento y continúan después de nuestra muerte. Al igual que las trayectorias cuánticas, nuestras vidas y nuestras decisiones se entienden a cada momento. Cada intersección, cada encuentro, sugiere una nueva dirección potencial.” La frase se toma como “explicación” del déjà vu que sienten los personajes al pasar de una historia a otra, como si cada una fuera un capítulo de una misma historia individual. O sea, la reencarnación existe y echale la culpa a la cuántica. Es que para los hermanos Wachowsky no existen ni el cuerpo social ni la Historia: el todo se reduce a la suma de las partes. Uno de los personajes dice en un momento, cerca del final: “¿Pero qué es el océano sino la suma de millones de gotas?” No, chicos, es más que eso. ¿Nunca escucharon hablar de las propiedades emergentes?
Zero Theorem Zero Theorem (2013) es una película de Terry Gilliam cuyo sentido último es preguntarse sobre el sentido de la vida. Consiste en la última entrega del “Tríptico Orwelliano” de este director (junto con Brazil (1985) y 12 Monos (1995), en el que se nos muestran los aspectos distópicos del mundo en el cual vivimos, ambientados en un futuro indeterminado pero no muy lejano. Básicamente es un bodrio exasperante enmarcado en el rubro Ciencia Ficción, variante Distopías. El futuro que nos muestra es bastante asqueroso: una especie de Metrópolis de fines del Siglo XXI en donde las fuerzas del mercado imperan sobre un caos de colores chillones, gente estúpida, órdenes ridículas, autitos de tamaños mínimos, mal gusto informático, profesiones extrañas y propaganda por doquier. Sí, una pesadilla paranoide parecida al presente pero peor. Mi consejo principal es que habría que fusilar al guionista, el debutante Pat Rushin. Consultado el propio director de la película, Terry Gilliam, sobre el sentido de Zero Theorem, este señaló: “Cuando hice Brazil en 1985 traté de mostrar el mundo en el que yo pensaba que vivíamos en ese entonces. Zero Theorem es una visión del mundo que creo que estamos viviendo ahora. (…) Pat Rushin me intrigó con las muchas, interesantes, preguntas que surgen en su graciosa, filosófica, conmovedora historia. ¿Podemos encontrar la soledad en este mundo cada vez más interconectado? ¿Está nuestro mundo bajo control o es simplemente un caos? (…) Hemos tratado de hacer una película a la vez honesta, divertida, hermosa, inteligente y sorprendente (…) No es parecida a nada que hayan visto últimamente (…) Hacía tiempo que no trabajaba con tan poco prespuesto [por lo que] hemos realizado salvajes saltos creativos…”. En síntesis: me cago en nuestros tiempos, el guión es un bodrio, filmé borracho, la peli hace agua por los cuatro costados, qué querían que hiciera con las cuatro chirolas que me tiraron… En fin. La crítica “seria” fue mayormente cruel con el pobre Gillian. Dos perlas al respecto: Kyle Smith, del New York Post, señala: “La racha de 20 años de películas malas de Terry Gilliam sigue con Zero Theorem, otro proyecto más cuya narrativa acaba tragada por su diseño”. Por su parte Carlos Boyero, del diario español El País, alude a una “…estética desquiciada, barroquismo indigesto (…) diarrea verborreica, una empanada mental notable.” Coincidimos. Una detallada sinopsis de la peli puede encontrarse en el sitio web IMBD (http://www.imdb.com/title/tt2333804/synopsis?ref_=ttpl_pl_syn). El problema es que está en inglés. Para hacerla corta: Qohen Leth (Christoph Waltz) es un programador excéntrico que se refiere a sí mismo siempre en plural (“Nosotros preferimos trabajar en casa…”; “No nos gusta trabajar aquí”, “Preferimos que no nos toquen”, etc.). Trabaja para una compañía llamada Mancom, término que podría traducirse al castellano como “Comando Humano”. El tipo padece de una angustia existencial importante, y está siempre a la espera de un llamado telefónico que le va a transmitir cuál es el sentido de la existencia. Por si el público es idiota o se intoxicó con pochoclos mientras la miraba, la peli refuerza el sentido de fe religiosa de Qohen Leth haciéndolo vivir en una especie de ex-iglesia, con crucifijos, estatuas de la virgen y todo eso. Al mismo tiempo, al personaje se le encomienda una tarea absurda: demostrar el problema matemático denominado Teorema Cero al 100%, consistente en asumir que la vida no tiene sentido como consecuencia del evento físico conocido como “Big Crunch” (lo opuesto del “Big Bang”). En efecto, cada tanto se nos muestran imágenes de una especie de gigantesco agujero negro donde confluye toda la materia del universo y se funde, o desaparece, o se recicla, vaya uno a saber. O sea: su tarea es demostrar que su fe en el sentido de la vida no tiene ningún sentido. Como ni el autor de la idea, ni el guionista, ni el director tienen el menor indicio de cómo se resuelve esta tensión, al final hay explosiones, saltos hacia el agujero negro y fusión de partículas. De todos modos, A esta altura lo único que querés es trompearlo al director. No jodamos, el tipo hizo Brazil y Doce Monos, entre otras. No te puede salir con esto. Aparecen unos pocos personajes adicionales, todos mayormente disparatados. Qohen hace terapia con la Dra. Dr Shrink-Rom (Tilda Swinton), en realidad un programa informático (mejor dicho: una parodia de la inteligencia artificial) al que Qohen le cuenta sus pesares (por ejemplo: “Por el momento, no sentimos felicidad alguna”). Su superior inmediato, el supervisor Joby (David Thewlis, ese actorazo) es como la representación de todo lo que está mal en el Cosmos. Refiriéndose a la demostración del Teorema Cero, por ejemplo, acota: “El todo suma a la nada”. Qohen intenta, y lo logra, acercarse al jefe último de Mancom, conocido como “la Gerencia” (un medido, sosegado Matt Damon) para pedirle que lo dejen quedarse en su casa (la iglesia, la fe, por si no lo recuerdan). La Gerencia se lo permite, a condición que trabaje en el proyecto Teorema Cero (o sea, en lo diametralmente opuesto, por si lo habían olvidado). Suponemos que para distraerlo en medio de tan magno proyecto (en un momento, Qohen rompe su compu a martillazos en medio de una crisis), la Gerencia le envía a su propio hijo, Bob (Lucas Hedges), una especie de superhacker, y a Bainsley (Mélanie Thierry), especialista en cibersexo. Hay numerosas interaciones emocionales con ambos (sobre todo con Bainsley), incluyendo decepciones. La vida te da sorpresas, Qohen. El estilo general es Gilliam en estado puro: raptos de acción sin sentido, humor surrealista, contrastes que te caen como una trompada a las costillas, etc. Los cambios de luz te hacen doler la vista, los colores fluo te marean, las entradas y salidas de los personajes tienen algo de obra de teatro de barrio; todo es vertiginoso, inclusive en las escenas de quietud, con cabos sueltos en un 98%. Ojo: no necesariamente es horrible todo esto. Uno piensa en Brazil todo el tiempo; lo que ocurre es que en Brazil había una historia, mientras que la sensación general es que en Zero Theorem la historia se fue resolviendo sobre la marcha, a veces con ganas, a veces sin ganas, casi siempre con pocas ideas. No todo es decepcionante en Zero Theorem. Estamos hablando de Terry Gilliam, un superdotado del cine distópico al que seguimos queriendo por cosas como Brazil y 12 Monos. Hay un carril de la película, por encima o por debajo del torrente visual al que se nos somete, que nos transmite una sensación de rara armonía en esta historia inverosímil. Un tono en la mirada apagada de Qohen, su reproche silencioso a un mundo que le resulta fudamentalmente ajeno. La película hace recurrentes referencias visuales a una especie de isla-paraíso, en la cual se puede comer langosta, tomar champagne, bañarse en la playa, tomar sol y jugar a la pelota mientras se mira el ocaso. Todo lo opuesto al horrible mundo paranoide y chillón que ocurre al traspasar la puerta de la casa-iglesia de Qohen. Suponemos que se trata de una metáfora: a la vida hay que aceptarla tal cual es, sin hacerse demasiadas preguntas sobre su significado último. El problema es que a la isla se accede a través de una conexión virtual y en compañía de una puta, los colores son falsos y el escenario huele a cartón pintado. Ay, Terry. ¿Qué quieren que les diga? Uno comienza a cansarse de estas visiones anglosajonas del mundo, esta permanente aceptación de la doctrina neoliberal del TINA (There Is No Alternative), de que no hay alternativa a un mundo dirigido por corporaciones anónimas en donde el 1% de la humanidad disfruta y el resto sobrevive como puede refugiándose en las morondangas del individuo. Basta, chicos, afíliense al sindicato y recuperen el sentido de especie, de comunidad, de cultura. En una de esas cambian el chip y hacen mejores películas.
EL CAZADOR VAGABUNDO ¿Por qué, por qué, por qué los distribuidores de la película The rover (“El vagabundo”) decidieron comercializarla en nuestro país (y tal vez en otros de América Latina) bajo el nombre de “El cazador”? ¿Quiénes son estos perversos que desde hace décadas nos degradan culturalmente con esos títulos falsos que automáticamente resignifican cualquier película extranjera que llega a estas tierras? ¿Qué derecho tienen estos tipos a reinterpretar lo que un director de cine dijo de otra forma en su país y lengua nativos? ¿Por qué hay que tolerar livianamente el racismo encubierto de aquellos que consideran que cualquier cosa dirigida a “hispanos”, “latinos” o “iberoamericanos” tiene como sujeto de consumo a una banda de subnormales que no pueden siquiera figurarse una alegoría en otro idioma? La notable película de Roman Polanski Bitter moon se distribuyó en México como “Luna amarga”, en España como “Lunas de hiel”, en Colombia, Perú y Venezuela como “Luna de hiel” y en la Argentina como “Perversa luna de hiel”. ¿Hay derecho? El sitio español cinemanía.es ha recopilado algunas conspicuas perversiones de las distribuidoras a la hora de re-titular películas dirigidas al público latinoamericano. Acá van algunas perlas: The sound of music = La novicia rebelde Pulp fiction = Tiempos violentos Home alone = Mi pobre angelito 28 days later = Exterminio Total recall = El vengador del futuro Airplane = ¿Y dónde está el piloto? Ice Princess = Soñando, soñando… Triunfé patinando Si algún día quieren averiguar el por qué de estos títulos, les comento que la distribuidora argentina de la película The rover se llama “Impacto Cine Argentina”. Su sitio web es impactocine.com.ar. Si tratan de ir allí van a dar con una pantalla blanca y un cartel en letras negras que dice: “Error estableciendo una conexión con la base de datos”. O sea: los tipos son inaccesibles. Eso sí, a la hora de mandar fruta son generosos. Fíjense si no la “sinopsis” de The rover que divulgaron y que numerosos sitios web repiten como si fuera un sesudo análisis cinematográfico: “Diez años después de un colapso económico global, un duro y solitario vagabundo atraviesa el interior de una Australia devastada, en su misión por localizar a quienes le robaron la última posesión que le quedaba: su coche. Cuando se cruza con un miembro herido de dicha banda, lo toma como cómplice involuntario. A partir de ese momento, comienza a gestarse un complicado y peligroso viaje.” En dos palabras: soñando, soñando triunfé patinando. Los que vayan al cine a ver The rover podrán salir contentos, enojados o incluso perplejos. Eso sí, todos van a coincidir en que la “sinopsis” de acá arriba es basura pura y dura. ¿Realmente habrá visto la película el “creativo” que la hizo? El espectador argentino de “El vagabundo” se va a sentir misteriosamente atraído. Ocurre que las películas filmadas en el Hemisferio Sur, particularmente en Australia, Sudáfrica y la Argentina tienen una cualidad lumínica que las distingue de las de otras partes del mundo. En estos países, tanto la atmósfera como el celeste de los cielos son únicos, fuertes, pictóricos, estáticos. Los amarillos parecen haber sido pintados por Van Gogh. Andá a saber: la latitud, la inclinación del sol, la forma en que se mueven las corrientes atmosféricas en las celdas de Coriolis… lo concreto es que la luz es milagrosamente parecida. Otro elemento compartido son los paisajes del desierto: los australianos recuerdan fuertemente a los de las mesetas patagónicas, diferenciándose, tal vez, por tonos apenas más cenicientos. Los exteriores de “El vagabundo” recuerdan, por ejemplo, a “La película del rey”, de Carlos Sorín. Por último, igualito que acá, tenemos el polvo, el tamaño de las partículas de polvo, la forma en que el polvo se levanta en el camino, se pega en la piel, se acumula en los objetos o refleja la luz en los interiores. (Sin embargo, como se señala más abajo, “El vagabundo” no podría haberse filmado en nuestro país. Jamás). Un mérito indudable de “El vagabundo” es que atraviesa exitosamente varios géneros sin instalarse en ninguno. Tiene ese aire a western en la recreación del entorno como un ámbito hostil en donde no hay lugar para los débiles. La estructura es la de una road movie pero hasta ahí; no existe una transformación del personaje principal en función del kilometraje recorrido. Hay tiroteos y una banda de ladrones pero no es un policial (hay crimen, pero a nadie se le ocurre que alguna vez habrá castigo). Finalmente, la trama y el contexto son los de una película del género distópico, en la variante post-apocalíptica; sin embargo, la originalidad radical de “El vagabundo” es que nadie cree que se pueda reconstruir algo parecido a una sociedad después del “colapso”. Porque lo que está roto en “El vagabundo” es el contrato social, el Estado, las normas, el derecho y la ley tal como los conocemos desde Rousseau en adelante. Al comienzo de la película se nos indica que la acción transcurre en Australia diez años después del “colapso”. Varios críticos han hablado de un “colapso económico global”. Macanas; de la película surge que la moneda australiana no vale nada pero que el dólar estadounidense es muy fuerte. Es Australia la que se ha hundido en un infierno pseudo-feudal en donde los que mandan no se ven y posiblemente ni siquiera vivan allí. La película hace varias referencias a la economía australiana como la de una mera colonia china. Una bella escena muestra un larguísimo tren cuyos vagones, todos de carga, tienen inscripciones chinas en los costados; presumiblemente se trata de una carga mineral que finalmente será embarcada con destino a ese país. A lo largo de la peli hay dos o tres referencias a la minería y al trabajo de los mineros. La economía australiana parece reducirse a eso: minería en gran escala y subsistencia para las mayorías. Además de desiertos vemos pueblos fantasmas de muy pocas casas, casi todas deshabitadas. Como en la Patagonia, abundan las casas de paredes de chapa acanalada, despintada por el viento y el tiempo. Apreciamos el desorden post-apocalíptico en los interiores: tornillos aquí y allá, cables inútiles, artefactos rotos, feos como cucarachas muertas, desparramados por las habitaciones. Hay electricidad pero no electrónica. Hay autos y camionetas que todavía funcionan, sucios de polvo. Hay armas, fundamentalmente pistolas y revólveres, aunque no faltan escopetas y algún rifle. Hay muchas balas sueltas. Multitud de objetos inútiles se acumulan en los porches, los jardines abandonados o a la vera del camino: cables, caños, alambres, mangueras. El combustible es preciado. El comercio es mínimo. Los personajes son sucios y desgarbados. Usan una ropa mugrienta, barata, sin gracia. Son de movimientos lentos: parecen pensar antes de caminar un paso o de abrir la boca. El único personaje que camina más aprisa es un enano malhumorado al que le vuelan el cerebro al minuto y medio de aparecer en escena. Hay muy pocas mujeres; al comienzo de la película, una de las dos únicas mujeres a las que se les ve un poco la cara, la denominada “abuela”, aparece mirando el horizonte de un modo que dan ganas de largarse a llorar a los gritos. Los varones son, invariablemente, un desastre. Chorros sin destino, patovicas, viejos siniestros, gente de aspecto oriental en situaciones surrealistas. Eric (Guy Pearce) es la desesperanza caminando. Ray (Robert Pattinson), levemente infradotado, anda necesitado de un guía. Entre los dos (muy buenos actores) se va construyendo la historia. Hace calor en casi toda la película, excepto por las noches (estamos en el desierto). Hay moscas zumbonas, cargosas, pesadas. Hay gente crucificada en los postes de luz a la vera de las rutas de ripio; hay escenas de hombres durmiendo en habitaciones desordenadas y roñosas. Hay polvo, un sol violento, silencios, muchos primeros planos, suciedad en las caras, desesperanza, desasosiego y hartazgo. La banda sonora es perfecta. Los sonidos son mágicos, extraños, evocadores de un mundo perdido y ya olvidado. La cámara es precisa. Los movimientos y las tomas son clásicos y sostienen austeramente el relato. Abundan los primeros planos, el cruce de miradas, la parquedad. El silencio se siente, al igual que el calor, la mugre y la sangre pegajosa. Se nos muestra una docena de muertes violentas, en escenas que son verdaderamente de relojería. Asusta y duele asistir a cada una de esas muertes. No se trata de una cosa decorativa, como en esas pelis pedorras con camaritas lentas y soniditos de armónica para estetizar las carnicerías. Acá las balas queman, penetran, infectan, vuelan sesos, extirpan tripas. La precisión de Eric a la hora de matar es estremecedora. Rotos el tejido social y las normas, lo que queda es matar o morir, sin ninguna esperanza o expectativa de redención o mejora de la condición humana. Dos diálogos explican todo lo que hay que saber o entender sobre este mundo. Ambos son sucesivos y ocurren a partir del minuto 70. En el primero, un hombre, al que llamaremos “el carcelero”, acaba de capturar a Eric y se propone derivarlo a Sydney para que dispongan de él. El diálogo es así: Carcelero: –¿Cuándo irás a decir algo, idiota? Se acabó. Se acabó para tí. Eric: –Lo sé. Carcelero: –Es bueno que lo sepas. Eric: –¿Tú también lo sabes? Carcelero: –Lo sé, campeón. Te lo acabo de decir. Eric: –Sabes que también se ha acabado para ti, ¿no? Lo que tú creas que se ha acabado para mí, se acabó hace rato. Te estoy preguntando a tí. Carcelero: –¿Me estás amenazando? Eric: –No. Una amenaza significa que todavía hay algo que falta que suceda. El segundo diálogo ocurre inmediatamente después: Carcelero: (mientras anota cosas en un papel, a la manera de un burócrata que rellena un formulario): –Estoy haciendo esto por mí. Eric: –¿Qué es lo que estás haciendo por tí? Hace diez años asesiné a mi mujer … La seguí hasta lo de su amante y los maté a ambos … Nunca nadie vino por mí. Nunca tuve que mentirle a nadie. Nunca tuve que correr o esconderme de alguien. Sólo los enterré en un pozo y regresé a mi casa. Nunca nadie vino por mí. Eso hiere más que tener el corazón roto. Saber que no tenía importancia. Saber que podías hacer algo así y que nadie vendría por tí. Más arriba dijimos que “El vagabundo” no podría haberse filmado nunca en la Argentina. Ocurre que el “colapso” al que hace referencia esta película es el colapso del sistema financiero neoliberal, que en el caso particular de Australia fue aplicado a rajatabla aunque tardíamente -a esta altura se transita por la última fase, la de una grotesca burbuja inmobiliaria que estallará próximamente-. Como bien lo sabemos los argentinos, el neoliberalismo es más que un sistema económico: es una cosmovisión en donde lo único que existe es el individuo y sus “valores”, si son bonos mejor; o sea, papeles representativos de una riqueza cuya realidad reside en la “confianza”. El mundo anglosajón todavía transita la nube de pedos que es este sistema, por lo que a ellos les falta lo fundamental: su propio 19 y 20 de diciembre. Mientras tanto, seguirán creyendo que son individuos aislados, que el término “sociedad” es una construcción abstracta, y que lo que suceda al “colapso” será, como en The rover, la desintegración del universo conocido. ¡No, bobos! Lo que se va a desintegrar son unos cuantos bancos, varios primeros ministros saldrán volando en helicóptero, algunos centenares de brockers optarán por tirarse de los rascacielos de las cities financieras, y el resto de la gente se va a empobrecer a lo pavote. Los anglosajones redescubrirán los sindicatos, habrá goma en las calles, se incendiará un par de financieras, y la plata volverá a hacerse trabajando. Volverá el contrato social, el Estado, las normas y el derecho. Definitivamente, no habrá Erics caminando alucinados por pueblos fantasma, cosiendo a tiros a unos pocos sobrevivientes. Por último: varios críticos han señalado que la última escena resignifica la película. Macanas. La última escena es una porquería; pervierte la actitud de Eric sostenida con coherencia en los 102 minutos previos. Es como si alguien le hubiera dicho al director que con un gesto “humano” (enterrar a un perro) cambia todo y ahora Eric le encuentra sentido a la vida. O sea: soñando soñando triunfé patinando. ¡Falso! La vida de Eric no vale nada desde el minuto uno. Nos dan ganas de zamarrear al director y gritarle: “¡Tonti, sacate el casco neoliberal de la cabeza y mirá algo distinto! ¡Afiliate al sindicato, papá!” Hasta la próxima.