El nuevo film del director de «20th Century Women» se centra en la relación entre un hombre soltero con su particular sobrino que emprende un viaje junto a él. Con excelentes actuaciones de Joaquin Phoenix y el pequeño Woody Norman.
En FUTURA, un documental italiano estrenado en 2021 en la Quincena de Realizadores del Festival de Cannes, tres cineastas recorrían Italia preguntándole a adolescentes cómo se veían en el futuro, qué imaginaban que iba a pasar con sus vidas. Las respuestas eran eclécticas: algunas muy correctas y profesionales, otras más excéntricas y enrarecidas. Y si bien los realizadores no eran parte de la trama, uno puede suponer que la experiencia de conectar y conversar con niños sobre su futuro debe haberles permitido ver algo acerca de ellos mismos. Algo así sucede en C’MON C’MON, la bella, encantadora y también un tanto triste película del realizador de BEGINNERS en la que Joaquin Phoenix encarna a Johnny, un periodista radial de Nueva York que recorre los Estados Unidos hablando con niños de distintas edades, razas, experiencias y clases sociales y preguntándoles, entre otras cosas, cómo imaginan su futuro. La ironía del caso es que él, que ronda los cuarentaypico, parece no tener muy en claro el suyo.
Johnny –que no tiene hijos y, dirá luego, tuvo una experiencia romántica fuerte que terminó mal– no tiene aspecto de estar «aprendiendo» demasiado de esas conversaciones. Al contrario, su andar tristón y «pachorro» hacen pensar en un tipo ligeramente deprimido que funciona casi en piloto automático, especialmente en su trabajo. Como buen drama que pretende ser, C’MON C’MON tendrá que tener un disparador. Y eso llega cuando su hermana Viv (la extraordinaria Gaby Hoffmann, que se destaca aún cuando su personaje se exprese casi todo el tiempo por teléfono), que vive en California y con la que tiene una relación un tanto tensa –hace un año que no se ven, tras la muerte de la madre de ambos–, le dice que tiene que viajar a Oakland a encargarse de unos asuntos y le pregunta si puede quedarse unos días en su casa cuidando a su hijo Jesse (Woody Norman). El acepta y viaja encantado a Los Angeles.
Al llegar uno puede notar que la situación es bastante compleja. Viv tiene que viajar a ayudar a su marido Paul (Scoot McNairy), que parece estar atravesando un episodio maníaco y actúa de un modo incontrolable. Y el pequeño Jesse, a quien hace mucho no ve, es una criatura de nueve años bastante particular. Muy inteligente y parlanchín, elocuente y a la vez extraño en sus ideas y referencias, está viviendo toda esa complicada situación familiar de una manera muy personal, a tal punto que tiene un juego recurrente en el que se imagina que es un huérfano, además de algunos arranques y comportamientos que por momentos son un tanto indescifrables.
Johnny cree que podrá arreglárselas con él, pero no será tan así. Por un lado, porque a Viv, previsiblemente, ocuparse de Paul le toma más tiempo que lo pensado. Por otro, porque el tipo tiene que volver a trabajar y no puede hacerlo teniendo que ocuparse del chico. Pero, fundamentalmente, porque Jesse es complicado, desafía sus límites y su paciencia, saca a la luz sus miedos, su historia personal y familiar, y lo confunde emocionalmente. Por momentos cree que su compañía es lo mejor que le podía haber pasado y, por otros, está convencido que es lo peor. Todo se acelerará cuando a Johnny no le quede otra opción que retomar sus viajes y sus entrevistas, y se lleve al chico a la rastra por varias ciudades de los Estados Unidos.
Esa es la aventura que en sus sencillos pero emocionalmente potentes 110 minutos cuenta Mills. Rodada en un hermoso y expresivo blanco y negro por el DF Robbie Ryan (habitual colaborador de la realizadora británica Andrea Arnold) en locaciones urbanas de Detroit, Nueva York, Los Angeles y Nueva Orléans, C’MON C’MON combina la historia de esta «pareja despareja» de tío y sobrino lidiando con problemas prácticos y personales con material del tipo documental que surge de las entrevistas que Johnny hace para su especial de radio. Jesse lo acompaña en muchos de esos recorridos (carga con el equipo de sonido y le gusta captar el ambiente), pero la relación entre ellos se vuelve tensa, enrarecida y, por momentos, problemática.
Interpretado de manera muy natural por el pequeño Norman (que es británico, así que los que imaginan que el chico no actúa nada y solo «es así» seguramente se quedan cortos), Jesse es de esos niños que pueden ser encantadores un rato e imposibles al siguiente, con un lenguaje refinado y una actitud que nos hace suponer que es más adulto de lo que realmente es. En la película no se dice, pero da la impresión de que Johnny cree que quizás pueda haber heredado la condición de su padre (o de su abuela, que al final de su vida sufría demencia), cuando en realidad se trata de un chico que tapa con su verborragia y sus curiosas decisiones la compleja situación que su familia atraviesa.
Pero el centro aquí es Johnny (un Phoenix más contenido y tal vez por eso hasta más efectivo que en otras actuaciones más salvajes), quien debe aprender gracias a esa experiencia que los chicos son más que las frases que les dejan sus entrevistados y que, de algún modo, hacerse cargo de su sobrino en un momento así no solo es complicado sino que saca afuera zonas suyas que él odia o reprime. Caprichos, peleas, los demoledores momentos en los que lo pierde de vista, la inteligencia del chico para conseguir lo que quiere y la manera en la que Johnny hace lo posible para evitar enojarse con él o gritarle (sabe que no tiene que hacerlo pero a veces no puede contener su fastidio) van formando este drama de dos personajes que tiene algo de LUNA DE PAPEL, de Peter Bogdanovich, pero pasado por un filtro enrarecido e indie, como el de los anteriores films de Mills o de cineastas como Miranda July, quien –quizás no casualmente– es su pareja.
C’MON C’MON funciona también como una suerte de ensayo, con los personajes a veces leyendo en voz alta párrafos enteros de libros, ensayos o poemas (como este, de la documentalista Kirsten Johnston, muy revelador de la ética del propio film, o este otro que comenta algunos sus temas) que se citan en pantalla. Entre esos textos y las entrevistas, Mills va construyendo un inteligente retrato paralelo de una generación de chicos y adolescentes que atraviesan complicadas etapas de sus vidas y tratan de lidiar lo mejor que pueden con sus conflictivas emociones. Es cierto que, por momentos, esa construcción puede ser un tanto preciosista, como si la película estuviera muy preocupada todo el tiempo por ser «delicada». Pero logra atravesar esas dudas gracias a la creciente potencia emocional que evoca.
No es una película sobre la relación entre tíos y sobrinos. Quizás no lo sea, siquiera, sobre adultos y niños. A su modo, es una película sobre el miedo al paso del tiempo, sobre la sensación de que el futuro es siempre incierto e impredecible y que no hay forma de controlarlo todo. Cuando Johnny le dice a Jesse que seguramente cuando sea grande no recordará nada de lo que vivieron juntos, el chico en sus modos resguardados se conmueve. Johnny ya pasó por eso y cree hablar desde la experiencia. Pero también es cierto que el futuro se arma desde el presente. Y que quizás estas extravagantes, por momentos divertidas y en muchos otros complicadas aventuras con su sobrino, sirvan para redireccionar el recorrido de su vida.