Voces, afectos, pequeños grandes misterios. El punto de partida podría ser una suerte de trampa para disfrazar de profundidad algo convencional o demagógico: un chico extrovertido forzado a convivir con su tío sensible, quien recorre distintas ciudades preguntándole a pibes de su edad, o ya adolescentes, su opinión sobre los adultos y el futuro, grabando y escuchando esos audios en procura de un testimonio generacional. Sin embargo, C´mon c´mon está más cerca de Alicia en las ciudades (1974, Win Wenders) con ecos de Jean Rouch que de un producto naíf calculado para gustar.
En principio, porque el chico en cuestión (encarnado por el sorprendente Woody Norman, con algunos antecedentes previos en cine y TV) es tan brillante y ocurrente como irritante, así como su tío (Joaquin Phoenix en su faceta de muchachón buenazo y solitario, como en Her) y su madre (Gaby Hoffmann) lidian con él –y con problemas familiares y de trabajo– como pueden, con más preguntas que certezas. El aprendizaje de los adultos es informal, constante e implica momentos de desconcierto, de inseguridad y de temor: no es común que en una película estadounidense de las que llegan a las salas comerciales de nuestro país un niño no sea mostrado como angelical criatura receptora de consejos varios, ni (menos aún) que la maternidad y la educación sean expuestas como terreno resbaladizo.
Otros rasgos apartan a C´mon c´mon de la medianía: el hecho de atravesar –literalmente– lo que le va ocurriendo a los personajes con frases de libros que leen (desde un ensayo hasta un cuento infantil), estimulando reflexiones que el espectador vinculará seguramente con experiencias propias; la fotografía en blanco y negro que da al periplo (Detroit, Los Angeles, Nueva York, Nueva Orleans) un aire de ensueño, suavizando pintoresquismos y convirtiendo el impostado mundo colorido de la infancia en algo más tenue, con los detalles realistas importando menos que las sensaciones, los afectos y los pensamientos; la fluidez, además, que Mike Mills –de quien algunos recordarán Impulso adolescente (Thumsucker, 2005)– consigue imprimirle a este fresco humano de ligereza infrecuente.
Si el film se arriesga por momentos a cierto embellecimiento de los paisajes urbanos, si la música incidental de los hermanos Bryce y Aaron Dessner acentúa demasiado la melancolía, si la irrupción ocasional en la banda sonora de Mozart o Tsegué-Maryam Guèbrou puede parecer efectista, si el personaje del padre inquieto y cómplice que termina con problemas psiquiátricos (Scoot McNairy) era suficientemente interesante como para merecer más espacio en la trama, y si el bagaje argumental es más acumulativo (pequeños incidentes, conversaciones, modestos aforismos al paso) que progresivo, en el balance C´mon, c´mon gana por placentero, compasivo, tristón pero benigno.
Un plus nada trivial es el hecho de que los testimonios reales de chicos y chicas se fusionen con la ficción, ya que si en el guion escrito por el propio Mills son adultos los que intentan comprender a un niño, en esos registros documentales son chicos y jóvenes pensando en voz alta sobre el mundo que los rodea. Esas voces, esos afectos en conflicto, esos pequeños grandes misterios que a menudo nos desestabilizan a los seres humanos, dan vitalidad a C´mon, c´mon, título que podría traducirse como Vamos, vamos o –como dice en un momento uno de los personajes– Seguir, seguir, siempre seguir.
Por Fernando G. Varea