Volvió Pixar con una película que no es una secuela. Es más: volvió con una gran película (aunque Un buen dinosaurio estaba cerca de serlo). Coco se ha vendido como “la película sobre México” y es un error: como en los grandes cuentos bien contados, primero se elige el tema (aquí hay dos: el peso de la memoria y el eterno conflicto entre la vida de artista y la cotidiana) y luego, dado que también la muerte es parte del asunto, se elige el lugar, y el Día de los Muertos mexicano es el mejor para esta trama sobre el pequeño descendiente de una famlia que rechaza la música y que, por accidentes que no conviene revelar, termina buscando la salida de la Tierra de los Muertos. Lo interesante es que el paisaje mexicano aparece sin subrayados “típicos” (es muy bueno el humor sobre Frida Kahlo) aunque el elemento melodramático -esencial en la cinematografía que nos dio a Pedro Armendáriz, María Féliz y (que nadie olvide) el mejor Buñuel- es tan efectivo como la música, otro acierto del ya genial Michael Giacchino. La película no carece de motivos para la emoción (se llora) ni para la risa, y narra su historia con un rigor absoluto, sin evitar tampoco los momentos difíciles. La animación es de una perfección y una belleza absolutas. Mucho más cerca -en más de un sentido- de Ratatouille que de esas cosas de autos que hablan.