LA CANCIÓN QUE PARA EL TIEMPO POR UN INSTANTE
En sus Obras incompletas, un compilado de seis discos que incluye a todos los Calamaro’s que habitan en el salmónido Andrés Calamaro, el músico edita finalmente No tiene perdón -entre otras canciones inéditas-, un tema que había compuesto especialmente para Norberto “Pappo” Napolitano. El tema es bellísimo y habla de canciones que dan la impresión de “poder parar el tiempo por un instante” y de guitarras que son “un pensamiento” para “enfrentar a los indiferentes”. Sin embargo, la anécdota que cuenta el propio Calamaro (el monumental disco incluye un libro con todas las letras y explicaciones de cada tema a cargo del artista) es hermosa y le agrega tensión emotiva al asunto: dice que le hizo escuchar la canción a “Pappo” y que éste pidió ir al baño “para esconder, con pudor, lágrimas de varón”. Esa anécdota y esa canción se me vinieron a la cabeza ni bien terminé de ver Coco, la nueva película de Pixar, que también habla de canciones, de canciones que emocionan, pero especialmente de cómo una canción es una parte de una historia que nos unifica como pueblo, como herencia cultural, y nos encuentra en algún espacio del tiempo a todos: a los que somos y a los que fueron. Por suerte, Calamaro y Pixar tienen la capacidad de reflexionar y reproducir estos conceptos a través del arte más noble que es el arte popular. Son, claro que sí, lenguas populares.
En Coco, el protagonista es Miguel, un chico que desea más que nada en el mundo ser músico. El problema es que su familia le impide tocar la guitarra, instrumento que relacionan con su huidizo padre, y prefieren que siga la tradición familiar de la confección de calzado. Hay en la base de Coco un conflicto similar al de Ratatouille, en el sentido de cómo el deseo se enfrenta al designio familiar, aunque no serán los únicos lazos que el film trace con buena parte de la historia de Pixar: por ejemplo, a partir que Miguel, por acción de un elemento fantástico, ingrese en el mundo de los muertos, la película nos sumergirá en un universo con reglas propias en la senda de Monsters Inc. Pero si hay un tema recurrente, y que Coco no sólo replica sino que hace material fundamental de su andamiaje y expande, es el de la memoria y la construcción del mito a partir del relato social. No olvidar que estamos ante una película de Lee Unkrich, quien ya abordó estas cuestiones en obras anteriores: en Toy Story 3 los muñecos eran supervivientes que se enfrentaban a su propia extinción y al dolor del olvido; en Buscando a Nemo, la figura del pececito se engrandece hacia el final por un relato social que resignifica su viaje y su heroísmo; en la citada Monsters Inc., es Sully quien corre el riesgo de no poder volver al lugar donde ha sido feliz. Detrás del colorido, la alegría y el humor perfecto que las películas exhiben, hay una melancolía enorme porque básicamente revelan la tragedia de nuestra propia extinción.
El tema del olvido es clave en Coco: el conflicto de los muertos es que del lado de los vivos nadie los recuerde. De ser así, terminarán extinguiéndose inexorablemente. Miguel luchará contra ese olvido, pero fundamentalmente buscará por medio del arte, de ser cantor y guitarrista, una forma de trascender a la rutina, a lo mundano. El arte es siempre un elemento revelador en Pixar. WALL-E conectaba con el mundo mirando repetidamente un viejo musical en blanco y negro; Miguel mira a escondidas películas de su ídolo, Ernesto de la Cruz, y se inspira. No de casualidad, el arte donde ambos personajes se respaldan es un arte del pasado, un lugar donde la nostalgia sólo halla lo bueno, el candor de un tiempo perdido que siempre pensamos como mejor. Y ahí Pixar imprime otra noción: el cine, la música, como soportes que nos permiten la eternidad. Ese es, al fin de cuentas, el mayor secreto y el más grande descubrimiento de la humanidad. Y el de Coco: las imágenes como nexo hacia nuestra herencia, aunque esas imágenes precisen las lecturas correctas. Como ciertas fotos, como ciertas canciones…
A todo este asunto, Coco le suma el mayor componente político de la historia de Pixar: la película no podía transcurrir en otro lugar que no fuera México, ya que la celebración del Día de los Muertos aportaba el colorido y la lógica necesaria. Y si bien hay referencias más que explícitas a las políticas migratorias en el pasaje de universos, lo que hacen Unkrich y su codirector Adrián Molina es utilizar la cultura mexicana no como un saqueo pintoresquista para enrostrarle en la cara a la administración Trump, sino como justificación narrativa. Si en la superficie la película explota el concepto de valores tradicionales y familia, lo hace a partir de recurrir a elementos melodramáticos bien presentes en la cultura mexicana, muy especialmente el folletín. Esto se puede observar en uno de los giros más oscuros que recuerde el mainstream animado, y que incluye traiciones y fatalidad. Es decir, Coco no toma lo foráneo como envoltorio for export, sino que asume que esa historia sólo puede ser narrada con las tonalidades adecuadas y que se encuentran en ese lugar.
Claro que Coco acompaña todo esto con un diseño visual impresionante, personajes dimensionales y carismáticos, y números musicales coloridos e imaginativos. Pero Coco no sería Coco sin ese giro final que pone patas para arriba todo lo que habíamos visto hasta entonces. En esa voltereta wellesiana (wellesiana de Orson), la película de Unkrich y Molina trabaja con una sensibilidad increíble lo idílico de la infancia, pero también los rasgos culturales e identitarios con los que una canción nos impide evaporarnos y nos mantiene vivos en el recuerdo. Y hace confluir sus dos líneas argumentales principales en un último acto donde la emoción luce genuina: porque el drama de Miguel atraviesa la pantalla y se apodera del espectador, que comprende con claridad la tragedia a la que se abisman los personajes: la muerte, el adiós definitivo. Una canción es la clave que desentraña el misterio y que hace de Coco uno de los mayores Rosebud de la historia del cine. Una canción que nos conecta con toda la historia que nos antecedió y que nos conectará hasta el último momento. Una canción que nos obliga a esconder, con pudor, las lágrimas.
Porque como dice lacónicamente y hacia el final aquella canción de Calamaro: “el olvido no tiene perdón, no tiene perdón…”. Coco lo sabe.