La escalada triunfal de Cocote en los festivales, incluido el de Mar del Plata, es un signo saludable para una cinematografía en crecimiento. Nelson Carlo de los Santos Arias se anima a pasar por encima ciertas convenciones narrativas y construye un cuadro mixto en el que alterna la historia propiamente dicha con un registro documental de rituales, supersticiones y creencias religiosas. Tal sincretismo es mostrado desde una organización caótica que se estructura en partes, con segmentos intensos, largas secuencias festivas y momentos de humor. Todo lo anterior está atravesado por un tono naturalista cuya mirada proyecta pesimismo: no hay forma de evitar la violencia en un país donde las diferencias sociales son insalvables y no existe un marco de legalidad posible. Los dos planos que abren y cierran la película son elocuentes. Vemos una casa de ricos, una mujer que llama al jardinero como si fuera un perro y luego una fiesta donde la dueña canta patéticamente una especie de bolero. Allí trabaja Alberto, el protagonista. Cuando recibe un llamado de la familia, debe viajar a Oviedo. A partir de entonces comienza un calvario donde deberá contraponer su fe evangélica a las creencias del resto y hacerse cargo de una venganza por la muerte de su padre en manos de un militar de la zona.
Durante la estadía en el lugar, Alberto tratará de no tentarse a involucrarse en un episodio de violencia. El director alterna este martirio con imágenes televisivas, algunas grotescas, en las que se desprende la idolatría hacia figuras religiosas e incorpora escenas de bailes, sacrificios y funerales. A medida que transcurren las horas, la tensión va en aumento y el protagonista queda preso entre sus convicciones y las presiones para que se haga cargo de la venganza, situación que se dilata más de lo aceptable. El problema principal aparece cuando el director se muestra por sobre la situación y los personajes, es decir, cuando ostenta su virtuosismo con movimientos de cámara innecesarios, cambios de formato o pasajes del color al blanco y negro para cortar diálogos intensos. Son varios los tramos donde se interrumpe el clima dramático por decisiones cuya finalidad no es otra que la afectación. En Santa Teresa y otras historias, su película anterior, el procedimiento estaba justificado por el carácter experimental de la propuesta. Aquí se aproxima más a la pose. Sin embargo, hay que destacar la fuerza que transmiten las imágenes en términos generales para construir esa mezcla de lo cotidiano con la devoción desenfrenada.
Volviendo al marco que envuelve la historia y que involucra esos dos planos referidos al jardín que rodea una mansión, el lugar de trabajo de Alberto, cabe pensar en su inclusión como un universo aparte, ajeno a todo el calvario que ocupa el nudo de Cocote. Es un mundo material encuadrado a la distancia por el director porque no hay manera de pertenecer a él. De allí la frialdad y la frivolidad que transmite. Más allá está el pueblo, la gente real, la que vive en la pobreza, inmersa en la violencia y en la ceguera de sus convicciones, marginados y a la deriva. Con justicia, la cámara se acerca y baja al infierno familiar diario, con sus conflictos eternos y sus despojos para plasmar un destino inevitable. Cuando el pecado es de omisión, la muerte es moneda corriente.
Por Guillermo Colantonio
@guillermocolant