La selva oscura que late en el jardín
El primer largo de ficción del realizador dominicano, premiado en el Festival de Locarno, tiene la riqueza de ser varias películas a la vez: una historia de duelo que es también un drama familiar, el retrato de una crisis de fe y un relato de venganza.
Aunque el cine es una construcción subjetiva que no debe ser tomada como un reflejo absolutamente fiel de la realidad, ni siquiera en los géneros que trabajan directamente sobre ella como el documental, ante una película como Cocote, debut en la ficción del cineasta dominicano Nelson de Los Santos Arias, es difícil no sentir que de algún modo se está siendo testigo del espectáculo de la verdad. Hay algo de prodigioso en la forma en que este joven director ha decidido representar una historia de duelo que también es un drama familiar, el retrato de una crisis de fe y un relato de venganza. Una verosimilitud tal que consigue hacer olvidar durante buena parte de la proyección que se está ante una puesta en escena. Como si se tratara de un film rodado con cámaras ocultas que captan lo que le ocurre a un conjunto de personas reales, y no de personajes ficticios que responden al dictado de un guión.
Cocote narra lo que le ocurre a Alberto, un jardinero que trabaja en un caserón de Santo Domingo cuando vuelve a su pueblito en el interior, una aldea selvática junto al mar Caribe, tras recibir la noticia del asesinato de su padre. Pero esa no es más que una excusa argumental que le permite a De los Santos Arias observar y retratar no solo el interior profundo de la cultura afroamericana para dar cuenta de las tensiones que la atraviesan, sino para hacer extensivo ese conflicto al conjunto de la sociedad dominicana. La película se convierte así en una excursión alucinada al corazón de la América insular, una experiencia cinematográfica con algo de aventura antropológica en la que una cultura ajena se abre para mostrar sus misterios, maravillas y zonas oscuras, pero con una potencia tal que es imposible terminar de saber si lo extraño está en lo que se ve o si por el contrario habita en la mirada del propio espectador. Eso convierte a Cocote en una experiencia paradojal ante la cual es inevitable no sentirse ajeno, pero sin dejar de intuir que hay algo familiar en el fondo de su historia. Un núcleo universal habitando en el retrato que De los Santos Arias hace de su propia aldea.
El director potencia esa sensación a partir de las herramientas del cine. En primer lugar experimentando con distintos juegos formales, como modificar el ratio de pantalla, yendo del casi cuadrado 4:3 al más amplio 16:9; intercalando soportes de grabación para obtener diferentes texturas de imagen; o pasando de la brillantez de los colores en full HD a un contrastado blanco y negro. Todo esto permite detectar en De los Santos Arias un linaje cinematográfico que lo vincula con colegas como el mexicano Carlos Reygadas, el tailandés Apichatpong Weerasethakul o, por qué no, con el argentino Lisandro Alonso. Con ellos comparte cierta forma de observar y retratar un entorno que les es propio por el azar de la nacionalidad, pero que a la vez también les es ajeno desde lo social. A pesar de ese abismo de clase que separa al observador del observado, el director dominicano demuestra una sensible empatía con los personajes y la historia que ha decidido contar.
Aunque no resulta sencillo descubrir una lógica narrativa que ordene todas esas alteraciones formales, las mismas encuentran distintos correlatos a lo largo de la película. Así se las puede vincular tanto a los diferentes modos en los que los personajes perciben la realidad, como al choque de opuestos que se produce entre el enorme jardín con pileta en el que trabaja Alberto y la aldea selvática donde se desarrolla el drama familiar que lo tiene como eje. Pero también a las tensiones que se generan entre distintas formas de espiritualidad, una profundamente asentada sobre las raíces de la ancestral cultura negra y la otra más cercana a la fe de los conquistadores, un cristianismo de perfil evangelista pero también transformado por la persistente influencia de la negritud.
De Los Santos Arias consigue unir todos esos opuestos a partir de un principio de circularidad que se vuelve literal en el último acto. Ya sea desde lo formal, con un par de escenas en las que la cámara gira sobre su propio eje 360° para realizar un paneo panorámico, como desde lo narrativo, terminando con un plano fijo sobre la piscina de la casa donde trabaja el protagonista que es idéntico al que da comienzo a la película.